domingo

El Viaje (por A.P.)


                                                                  EL VIAJE

 Encima de la mesa de información de RENFE se amontonaban decenas de folletos de InterRail. Al observarlos, no pudo reprimir una repentina punzada de nostalgia. Realmente abominaba de ese sentimiento, le parecía mentiroso. Sabía que seleccionaba los buenos momentos para construir el recuerdo y obviaba las preocupaciones vividas. Pero no pudo evitar ver su imagen, con apenas veinte años, cogiendo un tren que le llevaba a recorrer parte de Europa.

 En ese año había empezado a desvincularse de su círculo de amigos de adolescencia. Se veía y le veían como un raro. Cuando le hablaban, él no sabía muy bien qué decir, cuando hablaba él, provocaba estupor o incluso cierta sorna. Aquél verano quiso romper esa situación.  Decidió prescindir de su círculo y hacer un viaje. Siempre había querido salir. Al contrario de lo que es habitual, cualquier lugar que no fuera el suyo siempre le parecía mejor.

 Habían pasado más de veinte años de aquello y su situación no era muy diferente. En ese tiempo había viajado, sí, y mucho. Primero sólo, y luego en pareja. Hubo un momento en que se entretenía contando mentalmente el número de países que había visitado. Pero poco a poco su ímpetu y la que parecía una insaciable curiosidad se había ido apagando poco a poco. Cuando llegaba a algún lugar, por recóndito que fuera, le parecía que lo había visto ya. Y no digamos a las personas que lo habitaban. Casi clichés. En eso habían quedado sus viajes, en clichés. El cliché tropical, formado a su vez por los subclichés costa (subsubcliché palmeras o manglares) y subcliché jungla interior (subsubcliché asiática, africana o sudamericana). El cliché desierto o semidesierto, con sus correspondientes aderezos según localización geográfica. Las cordilleras montañosas, todas muy parecidas en cuanto se gana altitud. Las ciudades, repletas de seres humanos que eran arquetipos andantes. Sobre todo cuando hablaban con un extranjero, al que siempre consideran un turista: “O has ido a algo o eres un turista, no les falta razón”- pensaba.

 El asunto es que ahora, después de muchos años, estaba básicamente sólo otra vez. Tenía un mes de vacaciones por delante. Aunque tendía a la contemplación, no la soportaba mucho tiempo seguido. Se conocía y sabía que se estaba mejor teniendo algo que hacer, algún objetivo, aunque no creía en ellos en absoluto, solo por mero entretenimiento. Se le ocurrió la idea del InterRail como una especie de vuelta al origen, pero con mucha más sabiduría. En un libro de filosofía que había leído vio la definición perfecta de aquello: “retroprogresión” lo llamaban. Pues bien, sería retroprogresivo.

 Era su primer día de vacaciones y se dirigió, sin muchas ganas la verdad, a la estación de tren. Iba dándole vueltas a asuntos del trabajo, a su expareja, a la actualidad política, a su situación económica,… Decidió hacer un equipaje como en los viejos tiempos: eso sí, más por sentido del ridículo que por otra cosa, escogió una pequeña bolsa de viaje en vez de una mochila. No lo consideraba oportuno para su edad.  Allí metió un par de mudas, un saco de dormir, cuatro libros y algo de ropa. “Ya lavaría por el camino”          -pensó. Por supuesto nada de cámara fotográfica ni teléfono móvil. ¡Por dios, iba a Europa!, el continente más civilizado y seguro de todos, no necesitaba la ayuda de ningún teléfono que sabía no le iba a dejar desengancharse de su cotidianidad. Quien tuvo retuvo.

Subió al tren sin tener una ruta clara, solo a grandes pinceladas. Probablemente llegaría a Moscú, ya vería. El camino le iría diciendo donde parar, como antaño, cuando creía que el viaje te respondía a las preguntas de la vida. El volver a viajar así parece que le recuperó algo la emoción, y casi notó el vértigo que antaño sentía en su estómago.

A la media hora de partir,  vio por la ventanilla del tren la cadena montañosa. Dudó un momento, pero enseguida cogió su bolsa y decidió bajarse. Allí estaba, en un apeadero que enseguida quedó desierto en la falda de las montañas. El día casi acababa de comenzar, pero ya hacía bastante calor. No se lo pensó y después de comprar algo de comida en el bar de la estación, empezó a caminar montaña arriba. Enseguida se internó en un tupido y fresco bosque, y se le hizo muy agradable la caminata. La cuesta era considerable y requería de cierto sufrimiento, pero disfrutaba de ese esfuerzo físico.

 Caminó durante todo el día, excepto el tiempo que empleó para comer y echar un leve sueño en un almohadillado prado alpino. Cuando se le hizo de noche, ya había traspasado la cuerda de la sierra y comenzaba el descenso por la otra vertiente. Paró al lado de un arroyo ribeteado por flores de azafrán, bajo enormes pinos a los que ya la poca luz casi impedía ver las copas. Daba la impresión de una especie de Manhattan vegetal. El lugar le pareció bellísimo y algo inquietante. Había dormido más veces solo en la montaña, y a pesar de que la razón le decía que no había nada que temer, no podía evitar tener cierto miedo. Era algo grabado en su cerebro reptiliano a lo que era imposible oponerse. Cenó algo y se metió en el saco de dormir. Ya en la noche, solo alumbrada por la luna llena, escuchó unos pasos que lo despertaron. Se incorporó asustado y vio a su lado dos caballos, algo más lejos pastaban otros tres potros. Los miró, ellos le miraron a él. Pareció advertir que esa mirada equina le otorgaba un beneplácito. Seguro que no fue así, pero fue eso lo que sintió. Y con la complacencia de los habitantes de la montaña, se quedó dormido enseguida, con la tranquilidad de que formaba parte del grupo.

 Se despertó al amanecer con una tremenda escandalera provocada por los pájaros. Las constantes pitadas colectivas que se organizaba en su ciudad para protestar por la situación económica, le parecieron una broma comparado con aquello. Se espabiló lavándose la cara en el arroyo y comenzó el descenso. A las pocas horas estaba desayunando copiosamente en el bar de un pueblo, sentado en una terraza a la sombra de un plátano. Se dirigió al apeadero y volvió a coger el mismo tren, pero un día después y al otro lado de la sierra.

 Le había gustado como había comenzado su viaje. Se sentó y abrió un libro. A veces, para descansar de la lectura, alzaba la cabeza y miraba por la ventanilla.  El tren navegaba entre un mar amarillo de campos de trigo. “¿Por qué no?”, pensó. “Realmente esto no lo conozco”. Se bajó del tren en el siguiente apeadero. Fue el único. Le rodeaba una ondulada llanura amarilla, por la que serpenteaba una carretera que llevaba a un pueblo grande al lado de un río. Echó a andar por caminos entre los trigales. Varias veces tenía que darse la vuelta, ya que, o estaban cortados, o se volvían intransitables. Después de varias horas de caminata, oteó a lo lejos unas islas de adobe que emergían dentro del mar amarillo. Al irse acercando, vio que era un pueblo abandonado.  Casas, pajares, almacenes … todo se había derrumbado.  Solo se conservaban las paredes, con excepción de lo que había sido la parroquia, que mantenía el tejado, la puerta y curiosamente, como por intervención divina, un pequeño campanario.

 Se acomodó allí y fue a dar un paseo por lo que había sido el pueblo. Corría el aire y no había nada a su alrededor. Se oía el vuelo de las moscas y alguna cigarra, nada más. Al entrar a las casas, aunque estuvieran derruidas, se sentía un intruso. Un urbanita paleto y cotilla que se sorprendía bobamente por lo que no era más que el resultado de la decadencia de la vida en el campo. Cualquiera de los que hubiera vivido ahí, le diría que qué coño hace allí. “Si no vas a algo, ¿a qué vas?”. Vale, admitía que al fin y al cabo seguía siendo un turista, un turista “snob” para muchos, pero aquel viaje le estaba descolocando sinceramente, estaba desconectado de la realidad común, se sentía solo y perdido, y experimentaba misterio e incertidumbre en eso. Pasó el día allí, imaginando la vida que podían haber llevado sus habitantes, sus ambiciones, deseos, celos, angustias. Todo en un universo tan pequeño.

 Durmió en la antigua parroquia, desayunó, tañó la campana y salió del pueblo por un pequeño camino. Caminó todo el día, y cuando ya estaba atardeciendo, avistó un pueblo en la lejanía. Parecía un pueblo importante, sin embargo, no encontró un camino claro que llevara en esa dirección. Decidió atravesar por medio de los campos de trigo. Se veía como un rompehielos en el Ártico, dejando un surco tras de sí en la inmensidad amarilla. Hubo un momento en que una barrera de zarzas se levantaba delante suyo y no pudo avanzar más.  Intentó rodearla, pero era mucho más larga de lo que pensaba y además terminó de caer la noche. Ya no veía camino alguno por ningún lado. No tuvo más remedio que retroceder y resignarse a pasar la noche en medio del trigal. Extendió el saco, y al tumbarse tuvo la sensación de una inmersión, como cuando buceaba. Ese sentimiento se acrecentó al permanecer quieto. Al bucear y meter la cabeza dentro del agua, un mundo nuevo de animales y plantas aparecía. Aquí era lo mismo. Las algas eran los tallos del trigo y los peces los variados insectos que poblaban este pequeño universo. Nunca había tenido repulsión por los bichos, así que se entretuvo observando su quehacer a la luz de la luna. Escarabajos, grillos, cigarras, bichos-palo, el ajetreo era tremendo. También pasó a su lado un ratón de campo y escuchó el ruido de un animal más grande entre las plantas, pero no pudo saber qué era. Sentía que podía haber un ataque nuclear pero que a él no le podría afectar, estaba en otra dimensión.

 Por la mañana encontró el camino del pueblo, y una vez allí, la estación. Volvió a subirse al tren sin saber muy bien donde iba. Durante un par de horas estuvo viendo el paisaje, que iba trocando los campos de cereales por un paisaje más arbolado, típico de media montaña, con un río de aguas negras acorralado por ¿eran chopos?. Algún día debía dedicar tiempo a conocer los árboles –pensó. Se bajó en la siguiente estación, compró comida y comenzó a andar.

 Al poco tiempo vio bajando por el valle lo que creía centenares de ovejas. Iban rodeadas por varios perros seguidas de un pastor. Le pareció increíble que una sola persona pudiera controlar semejante población animal. Y que no se perdiera ninguno. Vio como el pastor se sentaba apoyándose en un tronco de árbol y se disponía a comer. Hacía días que prácticamente no cruzaba palabra con nadie, y aunque no le gustaba mucho hablar, se acercó naturalmente al pastor.
-         
      - Buenas tardes.
-         -   Buenas tardes.
-          -¿Puedo preguntarle a dónde se dirige usted con todas estas ovejas?
-          - Hacia el sur. Tengo todavía 20 días de camino,  ¿sabe usted qué es la trashumancia?
-          - Más o menos sí.
-          - Pues eso es lo que hago.
-          -¿Le importa que almuerce con usted?
-          -El campo es de todos y tengo una bota con buen vino. Siéntese.

Establecieron una animada conversación. A él le pareció interesante, exótico y realmente complejo todo lo que hacía el pastor. Al pastor su vida urbanita solo le pareció exótica. Pero hicieron buenas migas y decidió proseguir viaje con él. Durante 20 días subieron montañas, atravesaron llanuras y valles, siempre muy, muy despacio, casi metro a metro, saboreando la naturaleza. Escuchó silencios que hacían pitar los oídos, vio tormentas apocalípticas, el cielo refulgiendo de estrellas, animales de todo tipo en libertad, y los árboles…, qué seres más bellos, como no podía haber sabido diferenciarlos hasta entonces. Pocas veces se había sentido tan bien. Cuando se despidieron, no hubo sentimentalidades, uno porque ese era un sentimiento que nunca había expresado, el otro porque huía de ello. Eso sí, prometieron verse de nuevo.

Todavía le quedaba algún día de vacaciones, así que cogió el tren y se fue a la playa. Por suerte, era ya temporada baja y disfrutó de largas lecturas junto al mar. Llegó rejuvenecido a la ciudad. Al día siguiente fue a trabajar. En la hora del café, un compañero se dirigió a él:

-          Paco me ha estado contando su viaje. Ha estado en Brasil. Al parecer se ha alojado en un “lodge” que han construido al lado de unas tribus amazónicas. Pero creo que todo muy auténtico y sostenible. Y tú, qué, ¿llegaste a Moscú?

No hay comentarios:

Publicar un comentario