Llegamos al aeropuerto y nos informan que el vuelo sale con retraso de hora y media. Decía Pasolini sobre una manifestación que presenció en Roma en mayo del 68, que allí los únicos proletarios que había eran los policías. Hoy los controladores aéreos italianos se han solidarizado con los franceses y se han puesto de huelga. Unos privilegiados sociales que patalean sin parar por sus intereses, causando perjuicios económicos y personales a los demás. Son como los niños indignados de mi país, que teclean desde sus iPhones en las redes sociales todo su inducido cabreo.
Aterrizamos en Roma con 2 horas de retraso, pero por suerte nuestro vuelo de enlace con Atenas sufre la misma demora, así que no lo perdemos. Al final caemos en el aeropuerto de Atenas a las 2:30 de la madrugada, con ese cansancio que no te deja distinguir entre sueño o vigilia. Avisamos a la empresa de alquiler de coches para que nos traiga el nuestro. Nos promete llegar en 15 minutos. A los tres cuartos de hora aparece una joven que nos transporta a una fea y solitaria nave industrial a unos kilómetros del aeropuerto. Es de Creta. Sería lo que se conoce como una chica mona si hubiera nacido entre los algodones de la burguesía, pero no ha tenido esa suerte. Su aspecto es de prostituta de polígono industrial. Habla un inglés decente, mejor que el mío, que parece que se va consumiendo al mismo ritmo que mi vida. Creo que expiraré pensando cómo se dice “coche” en inglés.
Al entrar en la nave, dos mugrientos perros se acercan a saludarnos. Ella los trata con desprecio. A uno le hago unas caricias y ya no se separa de mí. Hacemos los trámites del alquiler del vehículo. Ante ese panorama tan poco fiable intento aparentar que me entero de todo -¿esto qué es, la fianza? ¿por qué copias también la tarjeta?- En realidad, no tengo fuerzas ni ganas para comprender nada. Si me quiere engañar que lo haga. Nos entrega un coche con abolladuras y el depósito vacío (contrario a lo que decía el contrato) y nos envía a la autopista.
Pagamos el peaje, y en nuestro ansia por buscar una gasolinera, nos salimos en un desvío equivocado. Subimos un puente, lo bajamos, y nos encontramos con el peaje de nuevo. Le explicamos que lo acabamos de pagar hace 1 minuto pero la cajera no atiende a razones. Desirée entra en cólera y aparece la encargada, una señora fea y gorda, que aguanta impertérrita durante 5 minutos un bombardeo de gritos e insultos por parte de mi pareja. Pagamos el peaje de nuevo y llegamos a la gasolinera. Un policía en animada conversación con un taxista tiene ocupado el surtidor. Desde fuera del coche, veo a Desirée tocando el claxon con furia y haciendo aspavientos. Es el emoticono rojo de la ira sobre un cuerpo de mujer, mejor alejarse.
Por fin llegamos a la casa ayudados por el GPS del móvil -¿cómo se hacía esto antes?- que está situada a las afueras de Atenas. Es una urbanización de lujo y previa llamada, nos sale a recibir una amable y dulce señora mayor. Parece que con su presencia compensa de golpe tanta hosquedad. Son las 5 de la madrugada, estamos muertos, y a mí la habitación me parece el Buckingham Palace. Vacaciones.
AL PELOPONESO
Nos levantamos a las 12:00 y salgo al coche. Un inesperado bofetón de calor me retrae al instante al agosto madrileño. Hay 38 grados sin apenas humedad y una ola de calor que acaba de empezar, según nos informa la dueña de la casa. Nos encontramos con un mercadillo de frutas y compramos unos algunos albaricoques, melocotones y cerezas para el viaje. Todo ello intentando que no nos alcance un solo rayo de sol, que te taladra el cráneo cada vez que sales de la sombra. Tomamos un capuchino “fredo” en una terraza de la urbanización: 3,30 € cada uno con el 24% de IVA incluido. La “troika” ha hecho su trabajo. Salimos al cinturón de la ciudad y apreciamos de día lo que no vimos de noche: cada entrada a la autopista desde la ciudad, y hay decenas, tiene su puesto de peaje. Esto del repago no existía en 2012, la última vez que estuve aquí.
Conducimos paralelos al golfo Sarónico hasta que cruzamos el canal de Corinto, que separa el Peloponeso de la Grecia continental. Curiosa su historia, ya que fue un proyecto romano (se dice que él mismo Nerón fue a inaugurar la obra), pero no se realizó hasta el siglo XIX. Hoy día tiene poca utilidad, ya que es demasiado estrecho para los barcos actuales.
Al entrar al Peloponeso nos salimos de la autopista y entramos en una bonita carretera comarcal. Hay que destacar que en Grecia solo hay estos dos tipos de carreteras: autopistas o comarcales en sus diferentes calidades. El paisaje es verde, de bosque mediano, salpicado de colinas, pastoril. Nos dijimos a Vivari, cerca de la ciudad veneciana de Nauplio, y en el camino pasamos por delante de Micenas, que pensamos visitar otro día.
VIVARI
Vivari es un diminuto pueblo pegado a una preciosa bahía de aguas turquesa. Al borde de sus cristalino mar, tan calmado que parece pulido, se amontonan las mesas de unas cuantas tabernas en la arena de la playa. Me viene a la cabeza el comisario Montalbano devorando un sabroso pescado.
El mar de Grecia adquiere su grado máximo de belleza al atardecer, cuando pasa a ser una superficie plateada, lo que le da ese aire de eternidad del que habla Henry Miller en su “Coloso de Marusi”. No se puede evitar imaginar a los antiguos griegos desembarcando durante el crepúsculo para acudir a Delfos a conocer su destino.
Decidimos ir a Nauplio, ciudad de origen veneciano y que es considerada una de las ciudades más bellas de Grecia. La vapuleada Hélada ha cambiado continuamente de dueños a lo largo de la historia: aqueos (los de la Iliada y la Odisea), dorios, minoicos, macedonios, romanos, francos, bizantinos, venecianos, y finalmente turcos durante centurias hasta su independencia hace poco más de un siglo. Han sufrido las dos guerras mundiales, con una brutal invasión nazi y una guerra civil similar a la española de postre. Así que, además de cuna del modo de vida europeo, ha sido una muestra empírica de nuestra conflictiva historia.
Bueno, pues Nauplio, que llegó a ser capital de la moderna Grecia después de su independencia de los turcos, se ha convertido en un producto turístico para consumo local e internacional. La parte antigua es pequeña, formada por una docena de calles perpendiculares. Es una ciudad bien envuelta para regalar al turista que gusta de fachadas rehabilitadas, decenas de restaurantes, hoteles de cierto nivel, y paseos por calles peatonales pretendidamente históricas. Un engendro que ya he visto infinitas veces y que aborrezco. Otros irán, y la contraria me llevarán.
Al día siguiente vamos a Epidauro. El GPS, para atajar, nos lleva por una bonita carretera, incluso con tramos de tierra, y que confirma una impresión que ya teníamos: el Peloponeso está muy deshabitado. Kilómetros de paisaje sin ver una sola edificación, aunque en este caso sí que nos encontramos unas construcciones, dos pequeños y cuidados cementerios en medio de la nada. Solo se oyen las cigarras entre los árboles. Bonito sitio para descansar eternamente.
Epidauro era una especie de centro cultural, deportivo y espiritual fundado por los griegos y después ampliado por los romanos. Había competiciones deportivas, templos de culto y un impresionante teatro para varios miles de personas en la ladera de la montaña. Este último está perfectamente conservado, y es motivo de visita de manadas de turistas. Hoy hace muchísimo calor, 41 grados marcaba nuestro coche, y eso hace que los pocos que se aventuran al sol se muevan muy lentamente por los alrededores, lo que da a todo un ambiente un poco extraño. Todas las guías dicen que goza de una increíble acústica, y que si tiras una moneda en el centro del escenario se escucha perfectamente hasta en el asiento más alejado. Así que nunca falta el científico de turno que hace cualquier pequeño ruido en el lugar marcado. Y es verdad que resuena con un ligero eco en todos lados. ¿Tenían los antiguos griegos avanzados conocimientos de acústica? Lo que sí parecían tener era una gran experiencia en la construcción de teatros. Primero fue la práctica, luego la ingeniería para replicar lo experimentado en cualquier otro lugar. La gente se confunde y se cree que es al revés. El resto de las ruinas del complejo, da una idea de su grandiosidad en un precioso paraje de bosque y montaña.
La gente de Vivari es humilde. Se ve en su indumentaria y sus formas. Vemos como al atardecer una mujer de unos 40 años se mete en el agua con unas aletas y gafas en busca de algo que no conseguimos averiguar. Tres horas más tarde sigue allí. Esa noche, cena montalbánica en una mesa a la orilla del mar. La comida es discreta, pero el vino es excelente y muy barato. Cae un litro, que sumado a la noche de luna llena, nos hace apreciar en su verdadera y justa dimensión la belleza de la bahía.
Hoy era el día para visitar Micenas, pero el insoportable calor y el recuerdo del que pasamos ayer en Epidauro nos echan para atrás. Ya no me podré imaginar al cornudo Agamenón (¿o el cornudo era Menelao?). Tengo una pésima memoria para los culebrones mitológicos, aunque estos últimos fueran personajes históricos.
A mí lo que emocionaba era imaginarme a Schiellemann, su descubridor, apostando porque en aquel paraje se encontraba Micenas. Y desenterrando la Puerta de los Leones y los recintos funerarios. De todos mis años como alumno, tengo grabada una clase de 1º de BUP, con 14 años, en la que un heterodoxo profesor de lengua se dedicó durante una hora a leernos la vida de tan tremendo personaje. Yo la escuchaba boquiabierto como si aquella historia no pudiera ser real, y soñaba con la posibilidad de seguir un camino vital similar. Desgraciada o afortunadamente, disto mucho de poseer la inteligencia, el arrojo y la vanidad de tan romántico personaje.
HACIA MONEMBASIA.
Salimos por la mañana para realizar un largo camino hasta la punta sureste del Peloponeso. Dicen la guías que es una de las carreteras más bonitas de Grecia y es verdad que no defrauda. Las primeras tres horas de camino recorren la costa este del Peloponeso, por una carretera encajada en la ladera de las montañas, con un infinito mar turquesa a la izquierda y unas montañas de hasta 2000 metros a la derecha. El paisaje es verde primaveral, y de cuando en cuando pasamos por algún pueblo de tejados rojos. Me quedo con el nombre de uno que destaca por su ubicación en un pequeño llano que se abre al mar: Tyros.
De repente la carretera se aleja de la costa y empieza a trepar en zetas montaña arriba. Es un puerto en toda regla en la vertical del mar, y enseguida alcanzamos los 1500 metros de altitud en una meseta verde y absolutamente deshabitada. Nos entra una sensación de mundo perdido, ya que no hay coches ni pueblos. El paisaje va variando de monte bajo a bosques de pinos, todo en un verde reluciente cubierto con un cielo azul claro. Solo hay esos dos colores mires a donde mires. Hace ya tiempo que nos hemos adentrado, como no podía ser de otra manera, en la región de la Arcadia.
La carretera cada vez está más deteriorada, incluso con tramos de tierra. Vamos cansados ya de tanto conducir y pese a lo impresionante del paisaje, se nos hace largo el camino. Tomo nota de una idílica aldea que atravesamos, Peleta. Algún día me gustaría retirarme allí unas semanas. Después de 3 horas volvemos a descender hacia el mar donde se encuentra nuestro destino de esa noche. Desde lejos, es exactamente igual que el Peñón de Gibraltar, pero en este caso rodeado con el fino mar color plata.
La ciudadela de Monembasia se oculta en la parte posterior del peñón, que está unido a la costa por un pequeño istmo de tierra. Lo han restaurado y sus callejuelas y casas expiran falsedad por los cuatro costados. Está lleno de restaurantes, tiendas y tranquilos “pubs”. Y pese a ser muy pequeño, lleno de turistas. Debió ser un curioso lugar antes de mercantilizarse. Cenamos en una mesa en la arena de la playa en la parte nueva del pueblo, al otro lado del istmo. La carta de siempre y los precios de siempre, como si todos los restaurantes del Peloponeso se hubieran fotocopiado el menú.
ELAFONISOS.
A una hora de Monembasia, y después de subir y bajar el habitual puerto de montaña, cogemos el Ferry para la isla de Elafonisos. Quince minutos de aguas turquesas después, llegamos a un pintoresco puerto encabezado por una iglesia rodeada de palmeras y plátanos. Es una imagen que recuerda más a Brasil que a Grecia.
Sorprendentemente, Elafonisos dista mucho de encontrarse maleada por el turismo. Consta de un pequeño pueblo de pescadores y dos estrechas carreteras (casi caminos) que parten hacia cada lado de la costa, pero que ni siquiera llegan a rodear la isla. Ambas acaban en dos preciosas y tranquilas playas, y en el camino no es raro tener que parar porque un rebaño de cabras atraviesa la carretera. Es Formentera en los años 60. Nunca me han gustado las islas, y menos las pequeñas. Sufro al sentirme “encerrado”, pero en este caso la angustiosa sensación de encierro cambia por el sentir placentero del aislamiento. Por ahí afuera hay un mundo feo y desagradable donde la gente se pelea sin parar por su vanidad. Tonterías de la mente humana.
Los dos días pasan en un perfecto verano de días de playa y noches de agradables cenas en las tabernas del puerto. En el segundo paseo por el pueblo ya se repiten todas las caras, no puedo imaginar cómo debe ser pasar todo el año aquí.
ESPARTA, MISTRA.
Nos vamos de Elafonisos sin tener claro donde dormiremos esta noche. Será en Pilos o Esparta, según lo largo que se haga el viaje. A la altura de esta última ciudad estamos ya cansados de coche. Como es habitual, hemos sido demasiado optimistas con los kilómetros que podíamos recorrer.
De la Esparta del período clásico no queda apenas nada. Ahora mismo es un anodino poblachón en una verde llanura rodeada de montañas. Hace un calor tremendo y no hay “lacónicos” (habitantes de Laconia, región en la que nos encontramos) por la calle. Decidimos ir hasta Mistra, a pocos minutos de Esparta.
Mistra fue un “Despotado” (estado) bizantino que tuvo su esplendor durante unos 100 años antes del Renacimiento. De aquella época queda una enorme ciudadela que arranca muy arriba en la montaña y llega hasta su falda. Un hábitat prácticamente vertical, ya que el desnivel es enorme. La parte baja la forma un pequeño pueblo restaurado en un bonito paraje de media montaña. Nos alojamos allí, en un decadente hotel cuyos rojos pasillos enmoquetados recuerdan a los de la película “El resplandor”.
A partir de medianoche el pueblo se queda literalmente vacío. Ni una sola persona por la calle, pero otros habitantes lo invaden: decenas de gatos. Toda Grecia está llena de estos elegantes felinos que vagan libremente por los pueblos, pero en Mistra realmente constituyen una segunda población.
Con la muy extraña sensación de ser los únicos habitantes de un pueblo fantasma habitado por gatos, en el que las mascotas parecemos nosotros, y las cosas de importancia se cuecen entre ellos, paseamos y charlamos hasta bien avanzada la noche.
METHONI
Directamente desde Mistra, comenzamos a ascender el espectacular paso de Langada que nos llevará a Kalamata. Una hora y media para 54 kilómetros. Se dice que allí abandonaban los espartanos a los niños débiles. Cosas del colectivismo.
La carretera es estrecha y en ocasiones corre bajo techos de roca. El paisaje es frondoso y muy verde hasta que pasas a la cara oeste del puerto, donde parece que cambias de país. Llegamos a la ciudad de Kalamata, que fue reconstruida después de un terremoto hace unos lustros. Por error acabamos en la playa, bastante fea para lo que es común en Grecia. Sin embargo, unos cuantos hoteles de cinco estrellas la rodean. El dinero y el buen gusto llevan caminos diferentes.
Seguimos camino hasta Pilos, histórica localidad que encabeza la enorme bahía de Navarino. Ahí tuvo lugar la histórica batalla entre turcos e ingleses, que fue desastrosa para los primeros. De hecho, se pueden ver actualmente decenas de pecios turcos desde la superficie. Queremos hacer una pausa, estamos cansados de tanto recorrer carreteras y elegimos Methoni para pasar tres noches, a 8 km de Pilos.
Es un pequeño y tranquilo pueblo en el extremo suroeste del Peloponeso. Tiene una fortaleza veneciana usada por estos últimos para controlar sus rutas comerciales. Da al mar abierto, pero este está como un plato, quizá debido a que tiene enfrente una isla de tamaño considerable pero deshabitada: Sapientza.
El lugar me recuerda al pueblo asturiano en el que yo pasé mi primera infancia. A priori, no se aprecia en estos lugares la crisis económica que sufre el país. Viven con poco, parecido a la España de los 70. Los restaurantes y los productos frescos son baratos, el resto es caro. Un litro de leche cuesta el doble que en España, la gasolina un treinta por ciento más. Sin embargo, parece que todo el mundo va tirando de una forma o de otra. Entablamos cierta amistad con las familia dueña de la taberna donde vamos a cenar. Los hijos son universitarios y no encuentran trabajo de lo suyo. Mientras, ayudan en el negocio familiar. Intentó sonsacar algo de su ideología política, pero se muestran poco. El padre habla del idealismo de los jóvenes. Eso sí, Podemos, el partido político español, es muy popular y lo conoce todo el mundo. En algún momento parece sustituir al consabido Real Madrid o Barcelona. La política como objeto de consumo global.
El último día disfrutamos del mar en otra espectacular y vacía playa en el extremo de la bahía de Navarinos. Es un semicírculo perfecto. Para no olvidar.
XYLOKASTRO
Decidimos ir avanzando un par de centenares de km dirección a Atenas. Debemos coger el vuelo mañana por la tarde, y aunque en teoría da tiempo a llegar desde Methoni, no nos fiamos de las carreteras que nos pudiéramos encontrar.
Como no podía ser de otra manera, una excelente autopista nos hace atravesar rápidamente el Peloponeso de sur a norte. Elegimos acercarnos a Xylocastro, una localidad costera del golfo de Corinto.
Parece un remedo de un pueblo del Levante español. Feas edificaciones a escala griega a lo largo de un paseo marítimo. Hace un viento tremendo, y se aprecia que la ciudad vive continuamente con ese elemento. Las terrazas están protegidas y los carteles de los restaurantes asegurados. El mar parece enfurecido a lo largo del paseo, sin embargo no hay especial protección de las olas que apenas mojan la acera. Es como si el mar aparentara ser un bravucón al que los habitantes han pillado el farol. La humillación es total cuando vemos a una anciana metida hasta la cintura en medio de las olas, equipada con unas aletas de submarinista que usa a modo de sandalias. Parece lógico el viento en la situación geográfica del pueblo, ya que se encuentra en un corredor entre las montañas pegadas a la costa del Peloponeso y las continentales de enfrente. Sin embargo estuve hace cuatro años en la costa opuesta, a unos ocho kilómetros, y recuerdo el mar como un plato.
Es lo más característico del paisaje griego, que contempla todos los mundos posibles. La mitología se desarrolla en altas montañas nevadas, en verdes praderas, en playas y costas abruptas, y sobre todo en el mar, con sus miles de islas diferentes en paisaje y geografía, muchas de ellas deshabitadas, otras sede de pequeños reinos. No hay necesidad de viajar a otros sitios, todo lo posible está en la Hélada. El afán de descubrimiento, viaje, conquista y “misterio” se resuelve en una pequeña porción del planeta, el “más allá” es el mar Negro a donde acudieron a por el vellocino de oro, el ultramar las ciudades sicilianas. El universo lleno de posibilidades a la medida de las naves griegas, de la naturaleza humana. Esto de hoy, de levantarse en un lugar y luego dormir a miles de kilómetros, siempre me ha parecido antinatural.
En Xilocastro hablamos con una jovencita que dice entender español porque lo aprende con los culebrones sudamericanos. Cuando le decimos que el español de España es algo diferente, nos responde “¿España?, no entiendo.”
Camino a Atenas nos paramos un rato a ver pasar las embarcaciones por el canal de Corinto. Un puente levadizo fruto de la era industrial se levanta con pereza de vez en cuando. Pequeños barcos de recreo lo traspasan. Un ostentoso yate color gris con una pareja de treintañeros a bordo parecen muy contentos por ser jóvenes y ricos. No los envidio, sé que la naturaleza humana también les atañe a ellos.
En el aeropuerto, vienen a recoger el coche de alquiler con 45 minutos de retraso. Intento abroncar al que lo recoge pero dice no saber inglés. Le digo que qúe pasa con mi fianza, que una vez entregado el coche sin percances quiero romper el comprobante. Me lleva a otro coche donde está su jefe al que le digo lo mismo. Me dice que no hay problema si el depósito está lleno. Le digo que me lo entregó vacío, cómo me puede decir eso. Contesta: “Ah! Then no problem”. Se va. A los pocos días recibiré en Madrid una encuesta de satisfacción sobre el servicio de alquiler de vehículos, a la que no respondí.