VIAJE A LA CONCHINCHINA
EL RATÓN
Llegamos 2 horas antes de la salida del vuelo al aeropuerto.
Yo estaría incluso con tres horas de antelación. Me aterra verme en la
situación de perder un avión. Me parece un suceso de alta probabilidad y con
consecuencias incomodísimas y onerosas.
Ya vemos que ocurre algo raro. Los mostradores de
facturación van excesivamente lentos y hay gente que se retira con sus maletas.
Cuando nos toca el turno, nos dicen que el vuelo saldrá al menos con 6 horas de
retraso por "problemas operacionales". Primera consecuencia: pierdo
el vuelo interno que ya he comprado en Tailandia, hasta la frontera con Laos.
También perdemos el enlace en Doha para Bangkok, pero ese me preocupa menos
porque ya se encarga Qatar Airways de buscarnos otro. Tenemos suerte y nos dan
las últimas plazas de un vuelo con una espera de tres horas. Un francés con el
que entablamos conversación, y que también va a Bangkok, va a esperar por el
tránsito 16 horas en Doha.
Las 8 horas que al final permanecemos en el aeropuerto de
Madrid dan para que se establezcan corros de conversación. D. por supuesto se
apunta a todas, yo las rechazo, no tengo nada que decir. Una pareja de
madrileños que vive en Doha conversa con un grupo de 3 sevillanas: madre, hija
y una amiga de la hija. Se podría encasillar a todos como burguesía
universitaria. Son gente viajada. La madre sevillana es profesora de
matemáticas en un instituto, su hija estudia sexto de medicina. Ha hecho
prácticas en China, de la que echa pestes: "Solo viven para
trabajar". Un joven gallego que estaba sentado al lado reacciona
"pues yo vivo en China y estoy encantado". Se ha echado novia china,
está aprendiendo chino, le gusta su trabajo allí, ...La andaluza, educadamente,
intenta defender sus valores: el clima español, su calidad de vida, que es el
país más barato de Europa (¡madre mía!); y los intangibles : la familia, los
amigos, los bares, ... En este país de localistas los andaluces se llevan la
palma sin duda. Y con razón. En términos matemáticos diríamos que son la mayor
desviación típica, nada que ver con los vascos (castellanos en esencia) o los
catalanes (un pueblo Mediterráneo más.)
En estas nos enteramos de la verdadera causa del retraso del
avión. Un pasajero del vuelo anterior ha denunciado la presencia de un ratón en
la aeronave. El protocolo de Qatar Airways obliga a fumigar y esperar seis
horas. Es el día de los inocentes y dudo, pero todo el personal confirma la
historia. Es ridículo.
Los madrileños de Doha me caen bien, una vez superados los
lugares comunes. Ella ha dejado de ser azafata por miedo a volar y ahora es
maestra en Qatar. Se la ve débil. El es piloto.
No se les ve muy contentos, como debe ser, pero están tranquilos.
Confirma la historia del ratón, no le parece extraña. Cree que lo habrá dicho
algún ciudadano qatarí y se ven obligados a semejante estupidez. Conoce el caso
del despido de una tripulación entera de la compañía por no mostrar la
suficiente deferencia ante las reclamaciones de un nacional qatarí. Despotismo
capitalista y paleto. Hablamos un poco de todo. En un cruce de miradas me
parece ver que él también tiene miedo detrás de su mascara. D. está nerviosa
por el viaje y se defiende hablando. Yo tampoco me encuentro tranquilo. Por
fin, todo el grupo de débiles subimos al avión. El ratón ha muerto. Ha sido una
estrella, pero ha estado solo seis horas y, gaseado, habrá pasado un infierno.
Cuantas veces se habrá dado esa historia. No le ha merecido la pena.
BANGKOK
En la escala de Doha reservamos un hotel en Bangkok al lado
del aeropuerto. Por 20 euros nos transportan desde el aeropuerto, nos vuelven a
llevar y nos dan una habitación más que digna. El capitalismo salvaje ofrece
estas maravillas. Funciona todo el proceso a la perfección como una fábrica,
somos una pieza más.
Hemos perdido el vuelo a la frontera con Laos y decidimos
comprar uno directamente a Vientiane, la capital de Laos. Cuesta tres veces más
caro por las tasas que aplican en el socialista país, y además nos perdemos
cruzar la frontera a pié por un puente del Mekong (nos hacía ilusión), pero estamos muy cansados para el ajetreo
avión, taxi, 2 horas de autobús, tuc-tuc, taxi, etc, con el que disfruto
enormemente en condiciones normales.
El aeropuerto de Bangkok parece la calle Preciados en
Navidad. Los vuelos en Tailandia son muy baratos. Hay miles de personas entre turistas y
locales, bastante agobiante todo. Tardamos una hora y media en hacer los
trámites. Ya en el aeropuerto de Laos tenemos que esperar de nuevos largas
colas y soy consciente de que no he hecho más que esperar desde que he salido
hace dos días. Unos antipáticos militares vestidos como el ejército chino nos
cobran 70 $ por los visados. Compartimos taxi a la ciudad con un curioso
personaje que hemos conocido en el avión. Es israelí, entre sesenta y setenta
años, y viaja solo al más puro estilo mochilero. Habla un inglés mas horrible
que el mío. Viene de Birmania y ha recorrido medio mundo a lo largo de su vida.
VIENTIANE
Lo primero que nos llama la atención del proletario país es
el nivel de su parque automovilístico. Impresionante. Un todoterreno de lujo es
el vehículo habitual. Los hay a decenas. No entendemos nada, este es un país
muy pobre. Nada de cristales rotos o coches abollados, que era lo esperable.
Hasta los pocos utilitarios que hay están niquelados.
Nos instalamos en el hotel y salimos a dar un paseo. Los
precios de los restaurantes son propios de la Costa azul. En algunas tiendas o
viviendas ondea la bandera roja comunista. Alojados en nuestro hotel, que es
caro, no hay ni un occidental. Parecen chinos, pero no estoy del todo seguro.
Por la noche vistamos un mercadillo kilométrico paralelo al Mekong. Una tienda
de chinos gigante. Andando y andando parece que salimos de la burbuja
capitalista y nos encontramos en una zona más acorde con el país. Cenamos
estupendamente por 6 euros por cabeza en un restaurante que parece para la
burguesía local.
Después, volviendo hacia el hotel, escuchamos música a todo
volumen al aire libre. En el centro de la ciudad, para nuestro pasmo, hay
montada una "rave" en toda regla. Unos millares de adolescentes beben
y escuchan un concierto de rock a un volumen brutal. El montaje está
patrocinado por la omnipresente Beerlao (la cerveza local), y no desmerece al
que puedan llevar los Rolling Stones. El rock acaba y los mandos los toma un
pinchadiscos que atruena con tecno duro poligonero. La emoción embarga a los
asistentes. Adolescentes borrachos con sus móviles extra grandes orinan por
todas las esquinas. Eso sí, no hay atisbo de actitudes violentas.
De vuelta al hotel,
alguna prostituta muy bien torneada ofrece sus servicios. Pero su voz los
delata, no son lo que parecen. Realmente cuesta darse cuenta.
Hasta ahora esto es
la República Democrática Popular de Laos.
HAPPY NEW YEAR
Es día 31 de Diciembre y salimos a hacer turismo. Visitamos
un templo budista. Aquí son de vivos colores y mucho más ornamentados que los
de Japón, mas sobrios. La limpieza de sus fachadas y su cuidado es excelente.
Más que templos son complejos eclesiásticos, que incluyen su equivalente al
campanario equipado con gong, residencia para monjes, y otros edificios de los
que desconozco el uso. Ya dentro del templo, cuando estoy delante del altar
budista, se dirige a mí un joven monje: "where are you from?" Le digo
que de Madrid y por supuesto me habla del Real Madrid. Que ayer jugó un
"friendly match" con el Milán y que perdió 4-2. Para no dañar mi
orgullo me vuelve a recalcar que solo era un "friendly match".
He leído que la mayoría de estos jóvenes monjes vienen de
los pueblos, ya que es la única manera de que reciban una educación. Los hay
por todos lados vestidos con sus túnicas azafrán. En las tiendas, en los
concesionarios, en moto, escuchando música en su IPod.
Decidimos ir a ver una enorme estupa dorada que hay en el
centro de la ciudad, símbolo de Laos.
Negociamos con un Tuctuc y nos muestra un precio estratotesférico en un
folio plastificado que tiene para los turistas . Lo reducimos a la quinta parte
y aún así nos parece caro. D., todavía más tacaña que yo, se enfada conmigo
porque me dejo engañar. La estupa está rodeada por más templos coloridos. En su
interior hay viñetas de la vida de Buda que recuerdan a un manga japonés.
Abundan los turistas chinos. Se les diferencia por la falta de estética en sus
movimientos y su estilo rudo. Los laosianos son mas refinados, aun en sus
estratos más pobres.
Aburridos ya de templos, decidimos visitar un complejo de
carácter hagiográfico que han levantado para honor del fundador del Laos
moderno: Kaisone Phomvihane. Básicamente un nacionalista que se hizo con el
poder en el partido comunista, y que lideró a este en su lucha contra los
americanos en la etapa de la guerra de Vietnam. Después fue presidente durante
varios años. Lo tachan de político práctico y flexible, pero su edificio-museo
homenaje es un delirio. Tiene una entrada digna de palacio real, por la que se
accede a una explanada del tamaño de 10 campos de fútbol. Imposible no pensar
en Korea del Norte. En medio, una estatua gigantesca de bronce de varios metros
de altura, flanqueada por dos grupos escultóricos enormes con varias figuras
que representan algo así como la lucha por la libertad. Entre estas figuras las
hay de soldados pistola o bazoca en ristre, agricultores, un herrero, una mujer
con su bebé ..., y un futbolista con el balón en una mano y un tremendo
parecido con Tony Kroos, el jugador del Real Madrid. Todos tienen la expresión
como de que están luchando en una batalla menos este, que parece que posa en un
"foto-call". Ya dentro del edificio, todo lo relacionado con la vida del
líder: empezando por una reproducción de su habitación de infancia, su escuela,
cientos de fotografías, siguiendo por elementos antropológicos generales de
Laos o incluso geológicos, y acabando por su medidor de tensión, las cajas de
los medicamentos que tomaba o botellas de Pepsi que trataban de demostrar el
progreso que llevó al país. Bastante alucinógeno todo.
Salimos a cenar por
el "Happy New year" (ponen carteles hasta en la sopa con esa frase, y
eso que el año nuevo laosiano es en Abril). D. se viste de noche ya que el
evento parecía muy importante en la ciudad, pero nadie va arreglado y todos la
miran. En este país juegan al continuo despiste. Cenamos en un restaurante
francés estupendo por una miseria. A nuestro lado dos italianas en la cincuentena
piden un plato de 2 € para compartir, una botella de agua y se van a los 15
minutos. Son antisistema, otra etiqueta. En otra mesa 2 ingleses de más o menos
mi edad cenan mirando cada uno su tableta. Cada poco se muestran el uno al otro
fotos de adolescentes asiáticas en ropa interior. Siguen pasando coches de lujo
sin parar: Jaguar, BMWs, lamborginis y dos Ferraris. En Laos apenas hay una
docena de carreteras mal asfaltadas por las que esos coches no pueden circular.
Después de cenar vamos a la fiesta del día anterior en el
centro de la ciudad. Una mayoría de jóvenes, un par de docenas de guiris y algo
de la burguesía local componen el tinglado. A mi lado un grupo de americanos
treintañeros han pegado hebra con con unas adolescentes laosianas. Ellas parecen
muy satisfechas de la situación y enseguida se lían, sin preámbulos, con ellos.
Deben tener 14 ó 15 años. Una amiga suya más mayor, fea y gorda, empieza a
desesperarse y aborda a todo bicho viviente. Lo hace con los dos ingleses que
han cenado a nuestro lado, no le hacen caso. Unos burgueses locales bien
vestidos nos llenan los vasos de Beerlao y brindan con nosotros. Han pedido
unos aperitivos para la cerveza que sirven en bandejas de polispan. Una tiene
cacahuetes, otra almendras y la tercera una especie de grillos a la plancha.
Huelen exactamente igual que las gambas a la plancha. Toda la ciudad esta
impregnada esa noche de con ese olor.
Veo una escena bastante obscena en medio de la fiesta,
protagonizada por una chica con un excesivo escote. Fijándome más, me doy
cuenta que es un "ladyboy" con un chaval muy borracho. Sus amigas
también son ladyboys. Van muy escandalosamente desvestidas para el uso local.
Empiezo a estar borracho y reconozco que me ataca la concupiscencia. Podría
hasta echarme al monte, aunque sé que tendría uno de los despertares más
desagradables de mi vida. Nos vamos al hotel envueltos en el olor a gamba.
Ya nos lo advirtió el conductor del tuctuc: "tomorrow
is happy New year and all is closed". Efectivamente, no hay casi nada abierto
en la ciudad el primer día del año excepto los templos. Visitamos dos de ellos
llenos de turistas. Coloridos como todos, un poco kitch. En uno de ellos vemos
como los fieles pasan consulta con los monjes, que a cambio de ofrendas les dan
su bendición. En uno de los templos, tienes que levantar una figura de un
elefante tres veces y se te concederá... ¡ un deseo! Toma ya budismo. No me
extraña nada, ya he visto contradicciones similares en la India.
Tenemos que decidir si al día siguiente nos vamos en avión o
en autobús a Luang Prabang. La pereza de 10 horas de autobús y nuestros
posibles nos vencen, y elegimos el avión. Error, nos perdemos un paisaje
impresionante y pasar por verdaderos pueblos del Norte de Laos.
LUANG PRABANG
Esta ciudad es la capital artística e histórica de Laos y
uno de los puntos imprescindibles de un viaje por el país. Al llegar nos vamos
directamente a comer algo a un chiringo subido a las altas laderas del Mekong.
Las vistas del río son realmente bonitas, con sus barcos-canoa subiendo y
bajando por un cauce que tendrá en ese punto cerca de 1 km de orilla a orilla.
Al lado tenemos dos brasileños y dos argentinos hablando en
español. Más allá, otra pareja que también habla español. Enseguida se
establece una conversación común y nos juntamos los ocho en una mesa. Los
sudamericanos son jóvenes viajeros que recorren países del Sudeste asiático a
toda prisa. Son buena gente y de trato agradable, pero los realmente
interesantes son la otra pareja.
El se llama Rafael y viene desde La Coruña en bicicleta.
Lleva 20 meses de ruta. Es un informático de mi edad que no era ni aficionado a
la bici. Ha hecho una ruta impresionante
atravesando Europa, Turquía, el Kurdistán, Irán, todo el norte de la península
arábiga, India por la cara sur del Himalaya, Nepal, Birmania, Tailandia,
Camboya, Vietnam y ahora Laos. Quiere acabar el viaje recorriendo Australia.
Gasta de media 150 dólares al mes, y duerme en una tienda que lleva donde le
coge la noche: templos, jardines de casas o directamente en la cuneta. Ha
convivido con una familia kurda 2 semanas y con una iraní un mes. El país que más
le ha gustado es Irán, por su fuerte cultura y la amabilidad de sus gentes. El
que menos, y realmente lo odia, La India. Por insolidarios, egoístas y faltos
de empatía. Comparto absolutamente su visión. No quiero ni pensar lo que tiene
que ser circular por La India en bicicleta. El desprecio hacia tu persona y tu
vida puede ser total. Los indios no mueven un dedo por tí a no ser que tengan
algo que ganar.
Ante mis preguntas, que destilan admiración (donde duermes,
como te organizas las comidas, pasas fronteras conflictivas, recorres países
con visados solo de días, te haces con agua suficiente y potable en los
desiertos, evitas los caminos más inseguros, ...), se nuestra modesto, y no
parece falso. Le parece fácil, es taoísta. No tiene prisa por llegar a ningún
sitio, no tiene metas ni objetivos ni plazos. Si tiene que ir muy despacio,
pues va, si se cansa, pues para. Ha subido puertos de 60 km en el Himalaya con
firme de grava y no ve problema físico alguno, solo dice que no hay que
desesperarse, nada más. Es un tipo muy
tranquilo. Solo le exaspera el turismo, que dice que lo corrompe todo. Yo estoy
de acuerdo, es un bulldozer. Ignorantes en parques temáticos burbuja. Y cada
vez va a más. El capitalismo es lo que tiene, que democratiza todo, pone cualquier
cosa al alcance del dinero, reduce costos y hace que cualquier poseedor de un
trabajo pueda hacer cosas que cree que le van a gustar. Tiene una página de
Facebook que la ha hecho un amigo, se llama "De Coruña a Nepal en
bicicleta", ya que al principio solo iba a ir a Nepal. Sube alguna foto de
vez en cuando. Me gusta imaginármelo atravesando la ciudad de Dubai en
bicicleta y adentrándose en el desierto. Me dijo que en esa etapa paraba en las
playas solitarias a dormir y comía en pequeños pueblos pesqueros, donde le
acogían con mucha amabilidad.
Su compañera actual de viaje se llama Claire y la conoció en
Bombay. Es californiana y profesora de matemáticas en un colegio elitista de
esa ciudad-infierno india. Sus alumnos
pagan 50.000 $ por curso y en general son unos desgraciados. Son hijos de
ejecutivos globales, diplomáticos o políticos indios. Van a la escuela con su
chofer particular y de ahí a casa de nuevo. Tienen todo y nada. Sus padres los
aparcan ahí y están demasiado ocupados como para dedicarles algo de tiempo.
Cambian de país y de burbuja con asiduidad. No son alumnos brillantes pero
tienen su futuro solucionado. Viven solos y con todos los caprichos. Claire se
ha unido a Rafael para recorrer algo del sureste asiático en sus vacaciones de
Navidad y tampoco cogía una bicicleta desde hacía años.
Salimos a pasear por Luang Prabang y no damos crédito a lo
que vemos. Miles de turistas de todos los pelajes, desde mochileros a turistas
de lujo. Todo el centro histórico donde están los monasterios está poblado de
hoteles, restaurantes y agencias de viaje. No hay otra cosa, es un resort en
toda regla. No comprendemos como ha llegado toda esta gente aquí, es una parte
remota del planeta.
Visitamos el monasterio mas importante de noche. Parece
irreal, son edificios como de papel maché, con incrustaciones de piedras
brillantes y dorados. La oscuridad lo hace todavía más extraño. Ha caído la
noche y hace un frío que no esperábamos, además no tenemos la ropa adecuada. La
habitación está preparada para el calor, no para el frío, y la temperatura
dentro es desagradable. Esto va a ser una constante durante toda la semana
siguiente. Pese a que los hay a decenas, nos cuesta encontrar un restaurante
que nos guste y que tenga una mesa libre. Nos sentamos en una mesa de cuatro.
Al rato, un joven occidental nos pide sentarnos a nuestro lado, dando a
entender que no tiene otra mesa libre. Le decimos que sí, se sienta, abre un
libro en chino y se vuelca a leerlo con los codos en la mesa y la cabeza gacha.
Estará así durante toda nuestra cena, sin pedir nada ni abrir la boca. Poco
antes de que acabemos, se levanta y se va sin decir nada. En fin. Nosotros
cenamos opíparamente, como siempre desde que hemos pisado este país: una
ensalada con frutos secos y una salsa dulce deliciosa, un "stir" de
arroz con carne, un poco picante y con algo de sabor a gengibre, más dos
beerlaos de 660 cl: total 8 €.
Al día siguiente me levanto con algo de dolor de garganta y
una décimas de fiebre, fruto del frío de la noche anterior. Nos levantamos
tarde y vamos a alquilar una moto para dar una vuelta y visitar unas cascadas a
35 km de la ciudad. El propietario de las motos me pide que le dejemos el
pasaporte original de fianza, asunto que no me hace ninguna gracia. Si ocurre
algo con la moto, o aunque no ocurra, no quiero depender de ese tipo para
recuperar mi pasaporte. De todas formas, tampoco lo llevamos encima, así que
volvemos para el hotel. En el camino, en una de las decenas de agencias de
viaje, vemos que organizan excursiones a las cascadas con salida en un par de
horas. Dado mi estado de salud y el asunto del pasaporte, elegimos esta opción.
Nos montan en furgoneta de pasajeros, "minivan" en
el argot del país, seremos unos doce. En el asiento de delante viaja un español
solo que se ha sentado al lado de una rolliza brasileña. El tiene 34 años, ella
21. El es un seductor, ella una tonta. Le da la brasa sin parar durante el
viaje de ida y el de vuelta. Qué paciencia, pienso yo, ¿tanto le apetece el
objetivo para semejante esfuerzo? ¿Merece la pena tanta falsedad? No para de
decir estupideces con una pose ridícula. Al final del viaje, los 70 kilos de la
pequeña brasileña ya reposan sobre su hombro. Me acuerdo del pescador de
"El viejo y el mar" y su presa, pero esta vez creo que no habrá tiburones.
Las cascadas, dentro de un recinto en el que hay que pagar
para entrar, están plagadas de turistas. Espectaculares si no has visto muchas
en tu vida, que no es mi caso. Se turnan para hacer fotos. También hay en el
recinto una zona vallada, que está reservado para osos rescatados de los
traficantes de animales. Las explicaciones de los carteles son para niños de
tres años. Nos encontramos a los argentinos que conocimos el día anterior. Esta
mañana han estado montando en elefante y bañándose con ellos en el Mekong.
Volvemos al hotel sin haber disfrutado mucho, la verdad. Ni si quiera la
carretera era interesante.
Por la mañana vuelve a hacer un frío que pela que nuestra
ropa de verano no amortigua. Nos dirigimos al embarcadero, ya que hemos visto que
a las 8:30 salen los barcos-canoa en una excursión río arriba de dos horas.
Lleva grandes grupos que les han proporcionado previamente en las agencias. Por
una sola vez, salen puntualmente y nos quedamos en tierra. Casi nos alegramos
porque consideramos que hace demasiado frío para ir a esa hora por medio del
río. No tardamos en contratar un bote para un grupo de seis personas que sale 4
horas más tarde, así que disponemos de la mañana para deambular por la ciudad.
Resulta que, en los últimos años, los turistas están empeñados en realizar
continuamente actividades en sus viajes, principalmente relacionadas con lo que
se llama aventura. Todos se apuntan a ello, sin tener en cuenta edad, condición
física o afición previa. Kayaking, tirolina, rutas en bicicleta, los citados
paseos en elefante, escalada, canyoning,... De todo eso hay mucho y abundante
en Luang Prabang. Ya rizando el rizo he visto varias agencias que ofrecían un
pequeño triatlón.
Ay, la evolución de
la sociedad occidental, que no se acaba de encontrar. Preveo un feo final. O un
feo punto y seguido.
Bueno, el caso es que todos los turistas estaban sufriendo
fuera de la ciudad y ésta se encontraba vacía de tan enturbiador elemento.
Entonces se convierte en otro lugar y la reconciliación es inmediata. Monjes
recogiendo sus túnicas tendidas al sol, niños jugando dentro de los templos,
calles vacías, conductores de tuctucs tumbados sin hacer nada, hombres jugando
a las cartas, mercados sin clientes, mujeres lavándose con mangueras y valdes
delante de sus casas, abuelas despiojando nietos... Así que nos dedicamos al
"contemplanding" sin tampoco hablar mucho.
Mas tarde, ya en el bote, pudimos ver la vida que cuelga del
Mekong. Hay minas en sus orillas que descargan mineral en enormes gabarras.
Están construidas de forma muy curiosa, literalmente tienen un pequeño chalet
que parece han descargado directamente en la popa del barco, con su entrada
principal, ventanas con alféizar y terraza para solaz de los moradores. No se
entiende algo tan doméstico en una construcción tan industrial. También están
los pescadores, buscadores de oro, recolectores de algas que luego se comen una
vez secadas al sol, bañistas en sus orillas, casas remotas y solitarias
flanqueando el río, búfalos y vacas en sus playas. Todo curioso salvo el
objetivo del viaje, unas cuevas como las de la Virgen de Lourdes, pero en lugar
de la virgen, unas decenas de buditas.
Otro comentario merece la navegación por el río, mucho más
complicada de lo que parece. El río se remonta por las riveras para evitar la
corriente central más fuerte, y se parece mas a una conducción por carretera
que a navegar. Continuamente va dando curvas y cambiándose de orilla, ya que el
río, visto de cerca, ofrece multitud de trampas en forma de piedras, bajíos o troncos
de árbol. El momento delicado fue incorporarnos al río después de atracar para
ver las cuevas. Para evitar la posibilidad de que la hélice del motor toque
fondo, primero impulsan la embarcación hacia el centro del rio y luego
arrancan, pero esta vez la batería no respondió. Ya le había costado a la ida,
lo que me da a entender que nuestro
capitán no era muy responsable. Justo donde estábamos, había una gran área con
rocas a la que nos llevaba la corriente. Nuestro Ahab maniobró entre las rocas
ayudándose de un palo, no sin antes rozar el casco con una de ellas, y
consiguió llegar a la otra orilla. Allí nos ayudó otra embarcación mejor
preparada, arrancando nuestro bote con una batería de reserva.
NONG KHIEU
Cuatro horas de viaje por una bonita carretera montañosa
hacia el norte nos lleva al pequeño pueblo de Nong Khieu. Está enclavado a la
orilla del Nam Ou, afluente del Mekong, y es difícil imaginar un paraje más
pintoresco. El río, de un verde puro, está encajado entre enormes montañas
cársticas, cubiertas a su vez de vegetación. La visión desde el puente que lo
atraviesa es idílica, casi exageradamente, y recuerda a esos cuadros que
cuelgan en los restaurantes chinos españoles. El pueblo flanquea la carretera,
prácticamente sin tráfico, y lo componen moradas muy humildes que se se dejan
ver en su interior, ya que siempre están con las puertas abiertas. Normalmente
se componen de una estancia: una parte la dedican a almacén de grano u otros
elementos, dependiendo cual sea el negocio familiar; en una esquina una o
varias esterillas para dormir, en frente de estas, un televisor; y en la calle
una antena parabólica. Todos tienen móvil y muchos una moto, o como mínimo una
bicicleta, todas básicas y del mismo modelo, ¡Quién quiere más!
El hotel donde nos alojamos es nuevo y lo llevan dos
occidentales de mediana edad, uno más mediana que el otro, deduzco que gays. El
emplazamiento es precioso y las zonas comunes muy elaboradas, aunque la cabaña
que nos adjudica deja bastante que desear. Salimos a la carretera con unas
bicis que nos prestan en el hotel. En el camino encontramos un complejo de
cuevas que había sido refugio para el partido comunista laosiano en la guerra
de indochina de finales de los 60 y principios de los 70. Este partido, en
nombre local Pathet Lao, y que sigue gobernando actualmente el país, tenía
tomado todo el nordeste de Laos hasta la frontera con Vietnam. Luchaba contra
la monarquía de Laos y por supuesto apoyaba logísticamente al Viet Cong, por lo
que toda esta zona era objetivo de los bombardeos americanos. Al parecer estos
arrasaban cualquier edificación con apariencia civil o militar, así que los
guerrilleros se pasaron toda la guerra refugiados en cuevas, algunas enormes.
Están ubicadas en altura, en medio de una pared de caliza altísima, cruzando un
pequeño y bonito río y un arrozal.
Dos niños de unos 10 años se nos pegan esperando una
propina, que por supuesto les negamos. No vaya a ganar más dinero el niño que
su padre acarreando leña de un lado a otro. Estamos solos en las cuevas con los
susodichos, y unos viejos carteles indican a qué se dedicaba cada parte de la
cueva: sanatorio, reuniones de oficiales, depósito de armas, administración,
almacén de arroz, ... las cuevas no tenían solo un uso militar, sino que
también atendían las necesidades de la población civil. Los Hermanos Musulmanes
los debieron tener de ejemplo.
Siguiendo la carretera con la bici paramos en una pequeña
aldea. Si alguien quiere representar en un pueblo la idea de felicidad, que
venga aquí a copiar. D. da en el clavo con la descripción: es la animación de
un cuadro de Gauguin. Un valle verde rodeado de montañas, casas de madera,
niños por la calle y en la escuela, ésta prácticamente al aire libre, gente
reunida hablando alegremente al lado de la única calle. Mucha calma. El pueblo
brilla en verde y marrón con la luz del sol mientras los niños con una sonrisa
te cantan "sabadee ..."(hola, cómo estás). En seguida nos rodean sin
decirnos nada, solo sonriendo, hasta que su curiosidad se ve satisfecha y se
van a sus quehaceres. Un lugareño nos pide permiso para fotografiarnos, el
mundo al revés. Nos quedamos allí largo tiempo, es difícil irse. Regresamos por
la carretera en nuestras bicis junto a las de los escolares.
En la mañana siguiente cogemos un bote que remonta el río
transportando lugareños a los pueblos de más arriba, donde no hay carretera.
También hay algunos mochileros, ya que una de las aldeas atiende a este tipo de
turismo. En nuestro bote solo hay locales y lo llenan hasta los topes. Vamos
sentados en el suelo y no hay espacio para mover un pie. Un campesino que tengo
al lado, sin decirme nada, me agarra el brazo y se lo pone en su cara para observar mi reloj con
detenimiento. Otra mujer retoca la carcasa de su móvil con un enorme machete,
la imagen es inolvidable. En tal aglomeración, llegan con bidones de gasolina
que también quieren embarcar. La física newtoniana no opera aquí, y suben unos
cuantos bidones, uno de ellos a mi lado, con lo que ya tengo el olor en mis
mismas narices para todo el trayecto. Después de tenernos 45 minutos de espera
en tan cómoda situación, por fin partimos río arriba. Me gustaría dotarme de
adjetivos para describir este limpísimo y magnífico río y sus paisajes, pero no
soy capaz. Es un trozo del paraíso original. Pienso que en este momento no
tendría argumentos frente a un creacionista, esto no puede ser casualidad. A la
vuelta a nuestro pueblo, paseamos por la calle con las últimas horas de luz. En
las casas no hay cocina, por lo que todos los vecinos salen a la puerta,
encienden una hoguera y cocinan, principalmente brochetas en número excesivo,
como si esperaran venderlas a alguien, pero no vemos el público objetivo por
ningún lado.
En el hotel hay una pequeña sauna. Entramos sin ver nada por
el vapor y una pareja empieza a hablarnos. Yo hablo con una barriga masculina y
una pantorrilla femenina. Son de Múnich. El es un alemán de unos 70 años y ella
una indonesia en la cincuentena. Están realizando un viaje de dos meses por el
sureste de Asia, incluyendo Indonesia para visitar a la familia de ella. Nada
de particular, él hace latente el poder de su dinero.
LUANG PRABANG 2
Vuelta a Luang Prabang al mismo hotel para pasar una noche y
esperar al avión que sale al día siguiente a Vientián. El pico de turistas ya
ha pasado porque se ha acabado la Navidad, y la ciudad presenta un aspecto muy
tranquilo esa tarde. Además hace menos frío. El único inconveniente es que D.
está algo enferma ya desde Nong Khieu, donde la última noche ya no cenó y
apenas ha desayunado por la mañana.
Salimos a dar una vuelta por el pueblo y nos encontramos con
el recepcionista de nuestro pequeño hotel, con el que ya habíamos establecido
cierta amistad en la estancia anterior, amistad siempre limitada por el idioma,
claro. Nos explica que ha venido toda la familia del dueño del hotel desde
Australia y otros puntos del país, y que van a celebrar el año nuevo junto con
el personal. Nos dice que por favor vayamos a la cena, que estamos invitados.
Hay más "guiris" en el hotel, pero la invitación solo nos la dirige a
nosotros, lo que nos halaga. Aceptamos sin tener muy claro si vamos a ser unos
intrusos, pero en un viaje no puedes decir que no a semejante oferta
desinteresada.
A la hora nos acercamos a una gran mesa con ya casi todas
las sillas ocupadas. En seguida se levantan dos personas de la parte central
para dejarnos sitio y nos sientan al lado de quien parece uno de los
patriarcas. A la derecha de la mesa están las abuelas con algunos sobrinos y
nietos. En frente, el hermano que vive en Australia con su mujer, acompañados
del hijo de nuestro anfitrión, que nos mira con suspicacia al principio, con
cara de "qué hacen estos dos aquí". A la izquierda el
"staff" del hotel, todos muy jóvenes. En Laos todo el mundo es muy
joven, supongo que debido a su prácticamente inexistente sanidad.
El patriarca es muy hablador y me cuenta su vida, que no
tiene desperdicio. Fue piloto de guerra con los americanos en su lucha contra
el Pathet Lao en los 70. Me muestra fotos con su bombardero. Su hermano
pequeño, el que está sentado enfrente, y que por entonces tenía unos 15 años,
me dice que se colaba en el bombardero un par de horas antes de las misiones y
que allí permanecía agachado hasta que despegaban. Le gustaba acompañar a su
hermano, pero que llegó a pasar tanto miedo, que desde entonces odia volar y lo
evita siempre que puede. De hecho cuando va a Bangkok lo hace en tren, y cuando
vuela se toma pastillas. Al acabar la guerra, nuestro piloto fue condenado a 6
años de trabajos forzados en un gulag laosiano. Cuando fue liberado, los
americanos le ofrecieron la nacionalidad, pero él prefirió emigrar a Australia,
donde ya estaba su hermano. Allí se hizo profesor de pilotos, y alcanzó un buen
nivel de vida. Hoy es dueño de 2 hoteles en Luang Prabang, una tienda de
IPhones y un restaurante. Me confirma que el nivel del parque automovilístico
de Vientián es fruto de la corrupción del gobierno y sus funcionarios, a los
que debes pagar si quieres obtener un simple puesto de trabajo. Hay un momento
en el que se produce una entrega de regalos a los trabajadores. De lo poco que
puedo ver, ya que me tiene atrapado en su charla, es una plancha Tefal que
entregan con mucha pompa a una empleada.
D. se encuentra bastante mal al día siguiente, pero debemos
ir al aeropuerto a coger el avión, que en el vuelo de las 13:00 realiza un
"EBASS" según el anfitrión. Veo que no es de hélices como el de la
ida y es del fabricante Airbus. Buff, cuanto sufre uno con los idiomas.
En Vientián vamos directos a la estación central de
autobuses. Pasamos por el barrio donde estaba el hotel y no podemos reprimir
cierta nostalgia, como si hubiéramos vivido allí hace unos años: "los
hechos en el tiempo no se suceden", dice Dragó.
La estación de autobús es tercer mundo puro: mendigos,
desorganización, puestos callejeros y mucha suciedad. Nuestro autobús sale con
retraso (Lao time), y nos va a pasar la frontera hasta Nong Khai, la ciudad de
Thailandia que está al otro lado del Mekong. El viaje vale un euro y medio,
e incluye a una diligente mujer que nos
pastorea a todos en el paso de las dos fronteras sin mediar palabra. Cruzamos
el Mekong por el Friendship Bridge, lo que estaba planeado a la ida, lo hacemos
a la vuelta.
NONG KHAI
Nuestro hotel es de diseño, equivalente a un 4 estrellas
pero por 30 Euros. Eso sí, no hablan ni papa de inglés, en esta ciudad no hay
apenas "falangs" (guiris). A pesar de ser un pequeño pueblo de
provincias tailandés, nos parece Nueva York comparado con Laos. Hay amplias
avenidas bien asfaltadas, multitud de tiendas con coloridos carteles y tuctucs
a precio competitivo. Eso sí, nuestro vecino de enfrente es un elefante. Su
dueño lo trae y lo lleva caminando por el arcén de la autovía no sabemos a
donde, porque aquí no hay turistas. La imagen del tranquilote elefante entre el
rápido tráfico es encantadora (de encantamiento) y no puedes evitar sonreír.
Al día siguiente D. sigue enferma y decidimos que es mejor
que se quede en la habitación todo el día. Le cuesta pero acepta su penitencia.
Yo salgo y cojo un Tuctuc al centro del pueblo. Hace un día frío para estas
latitudes y el pueblo tiene un ambiente como de localidad playera fuera de
temporada. Hay un paseo marítimo en toda regla en la rivera del Mekong, con sus
tiendas y restaurantes con terraza. Cámbiese Mekong por Mediterráneo y estará
en el Levante español. Tiene varios templos que visito de pasada, un centro de
meditación, un concurrido mercadillo cubierto y multitud de comercios. Se
conserva un barrio viejo de madera que recuerda mucho a los antiguos barrios
japoneses. Me veo solo por ahí e inmediatamente retrocedo a mis primeros viajes
en solitario por el mundo. Estoy muy a gusto, por qué no decirlo, aunque
también sé que lo poco se disfruta y lo mucho satura. Almuerzo en el único
sitio que veo los platos traducidos al inglés. Aún así no me entero muy bien de
lo que he pedido. Empiezan con un arroz con pollo, después una salsa, después
un caldero de arroz, después una ensalada de soja. De todo voy probando hasta
que se dan cuenta que están sirviendo en mi mesa lo que es de la mesa de al
lado. Les importa poco y pasan los platos ya empezados de mi mesa a la otra,
dejándome solo el arroz con pollo. Pago 1,5 € por el susodicho con una
Coca-Cola.
A la mañana siguiente D. se encuentra realmente mal y me
preocupa seriamente. Apenas se puede mover y no baja a desayunar. Si sigue así
de mal no sabré que hacer con ella, en este pueblo no creo que haya hospital y
nadie habla absolutamente nada de inglés. Tenemos que irnos a una localidad que
se llama Udon Thani, a 60 km de donde estamos, para coger un avión a Bangkok.
Quiero salir de aquí como sea y con mucha paciencia negocio un taxi en la
recepción hasta el aeropuerto. Son 25 euros, un chollo dada nuestra situación.
Milagrosamente D. se va recuperando durante la hora de trayecto y ya en el
aeropuerto se encuentra mucho mejor. Udon Thani es un pequeño centro de turismo
sexual para la comarca, y en el avión vuelan con nosotros no menos de una
docena de Ladyboys portando sus vestidos de lentejuelas en perchas. También
algún monje, que gozan de tratamiento VIP en cualquier espacio público.
Tradición y modernidad, dicen.
BANGKOK
D. por suerte está muy recuperada y salimos a pasear.
Bangkok es un entorno de polución, ruido, atascos continuos y mucha gente de un
lado para otro. Venimos de zonas rurales y necesitamos algo de verde, la ciudad
es asfixiante. Cogemos el metro y nos dirigimos al parque Lumphini (nombre de
la ciudad donde nació Buda), el más grande la ciudad. Allí hay una Big Band
tocando standards americanos. El público lo componen expatriados con sus
familias mixtas tailandesas, tailandeses de clase media y algún que otro
turista. Estamos un buen rato y al salir nos topamos con una avenida cortada al
tráfico llena de puestos callejeros. También hay un escenario donde se
desarrolla un concierto de pop bastante "friki". Abundan los turistas
y caminando caminando nos metemos sin querer en Patpong, uno de los distritos
rojos de la ciudad. Es un callejón ("soi" dicen aquí) lleno de clubs
de alterne. En sus puertas hay decenas y decenas de prostitutas. En general son
guapas y delgadas, aparentemente parece que ninguna de ellas pasa de los 25
años. La competencia es feroz y el marketing ha hecho su aparición: los clubs
tienen su uniforme corporativo y hacen posar a las prostitutas con el mismo
vestido a las puertas. Nos llama la atención un grupo con uniforme amarillo
posando como un equipo de fútbol: unas sentadas y otras en pie detrás. Tienen
cartas plastificadas como menús de restaurantes llenas de fotos de chicas. Los
comerciales nos abordan con lo que será una letanía en esa calle:
"Ping-pong, banana shot ..." . Todo menos refinado que sus
equivalentes japoneses, pero ganan sin duda en cantidad de oferta.
En los puestos comemos 4 excelentes brochetas de pollo por 1
Euro. Comer en la calle es regalado. En otro puesto venden biberones para que
les des de mamar a unas cabras que tienen en una jaula. Venden cualquier cosa
que puedas imaginar.
En la mañana cogemos el "sky train" hasta el río
que hace de límite de la ciudad, y desde allí un bote-autobús hasta el palacio
real. Hay miles de turistas y es agobiante. Muchos de ellos llevan unos palitos
que les separa del móvil para poder hacerse un "selfie". Renunciamos
y nos vamos cerca de allí a un templo que contiene el buda reclinado más grande
del país. Otros cientos de turistas. Algunos de ellos disfrazados con pantalones
pareo se sientan entre el gentío en postura de meditación. Se me revuelve el
estómago.
De camino al barrio chino paramos en una pastelería en la
que meriendan unas escolares tailandesas de unos 14 años. Son cuatro, y dos de
ellas son pareja. Se hacen carantoñas mientras las otras dos sonríen. La
libertad sexual de este país no tiene parangón. Ves centenares de ladyboys por
la calle, uno de ellos nos atiende en la recepción de nuestro hotel. Están
perfectamente integrados. Da la sensación que muchos cambian de gustos sexuales
a lo largo de su vida más de una vez. El barrio chino es eso: un barrio de la
China. Solo desentona una zona llena de armerías, llevadas por musulmanes. En
los escaparates de cristal exponen Kalasnikovs, fusiles, pistolas y demás
material como para comenzar una guerra. No se entiende en un pueblo tan
pacífico como este. Volvemos en taxi, que para dos personas es más barato que
el metro. El atasco es tan grande, que nos bajamos bastante antes de llegar al
hotel, en medio de la avenida. Llevábamos 15 minutos sin movernos ni un metro.
De camino cenamos un curry y un yakisoba en el restaurante 24 horas de un
supermercado. Salimos bien cenados y
algo borrachos: 9 Euros. El público es cosmopolita. Todas las razas se juntan
en esta ciudad, que parece que nunca duerme.
Nos recomiendan visitar la casa de Jim Thompson, un
americano que vivió aquí hasta que murió en los sesenta. Es la exótica vivienda
de un falang en indochina, nada que reseñar. Preferiría ver los enormes
rascacielos, muchos de ellos pura arquitectura contemporánea cuidada hasta el
mínimo detalle. Y el gusto por el interiorismo de esta gente es algo a
destacar. D. quiere hacer algunas compras y me comprometí en su día a admitir
el suplicio de los centros comerciales, así que soporto malamente la tortura.
Es verdad que al final disfruto con el diseño del edificio de algunos de ellos,
extremadamente modernos. Hay una plaza entre dos centros comerciales, en un
nivel elevado de la ciudad sobre el rasante, que es digna del año 2.050.
Enormes videowalls y psicodélica iluminación la adornan. Puro "Blade
Runner". Nos subimos a un taxi para volver al hotel y nos volvemos a bajar
antes de llegar por el brutal atasco que nunca acaba.
Siguiente día: caminamos la Avenida Silom, que va cambiando
según vas avanzando. El primer tramo comercial y de negocios, moderno. En el
segundo pasas de golpe a un barrio indio, con sus templos dedicados a Shiva y
la gente con el lunar pintado en la frente. Acaba cerca del río, la zona más
antigua de la ciudad, con calles llenas de joyerías regidas por indios.
Esa noche hemos quedado a cenar con mi socio de Barcelona.
Se ha echado pareja formal en Tailandia después de múltiples experiencias y se
va a construir una casa en un pueblo del Norte. Ese día está en Bangkok por una
razón muy particular. Un buen cliente nuestro viaja a Pattaya, ciudad costera
no lejana a Bangkok, y que es famosa por ser el mayor puticlub del mundo. Va a
pasar 10 días con un amigo. Tiene sobre 50 años, está casado y tiene una hija. Dice
que no tienen experiencia en Asia, al parecer sí en Cuba, y le ha pedido a mi
socio que les introduzca en el asunto. Así que lo espera en el aeropuerto de
Bangkok al día siguiente para llevarlos directamente a Pattaya.
Nos citamos en la entrada del hotel Sofitel. Se me hace
extraño verlo allí, más con la compañía de D. Cenamos en un restaurante de
falangs, en una zona de hoteles para extranjeros, donde estamos todos alojados.
J., mi socio, se ha traído los platos que quiere que probemos traducidos al idioma
local, como si eso fuera necesario en ese restaurante y como si nosotros no
supiéramos pedir en un tailandés. Valoro su buena intención, pero pienso que es
cultura catalana el pensar que el resto se ha caído de un guindo. El camarero
apenas le entiende y le responde en inglés.
Nos habla de su vida cuando está en Tailandia. Se le ve
contento y relajado. Le contamos lo que hemos visto en Bangkok y nos dice si
hemos entrado en algún bar de la zona roja. Nos propone ir al "Soi
Cowboy", un callejón cerca de aquí con multitud de bares de alterne. El
aspecto es como el de Patpong, y entramos en uno de los locales cuyo público
objetivo es el japonés.
Son dos plantas cuadradas, una encima de otra, con una pista
de baile redonda en el centro. En esta pista bailan, conversan o se aburren
unas decenas de jovencitas. En la planta de arriba el suelo de la pista es de
cristal, y las bailantes van vestidas de colegialas con minifaldita de tablas,
con lo que podemos imaginarnos la visión desde abajo. Pegados a la pista, una
ristra de babeantes machos las observa detenidamente. Hay también sillones con
mesas bajas un poco más alejados. Si las chicas establecen contacto visual con
algún cliente, se dirigen a él una vez acaba su turno de baile y son sustituidas
por otro grupo de jóvenes. Delante de nosotros tenemos dos japoneses. Una de
las chicas intenta besar a uno de ellos, pero este se arquea en la silla para
evitarlo, casi con gesto de asco. Otra chica bastante guapa se sienta al lado
de un japonés más maduro, que ni siquiera la mira, pero al rato se va con ella
previo pago del impuesto revolucionario a la madame. Antes de eso, se ha hecho
invitar a un par de "ladydrinks" que ha apurado casi de un trago.
Entramos en un segundo bar, este con menos sutilezas. Un
grupo de chicas bailan completamente desnudas, salvo los zapatos de tacón, en
medio de la pista. Una no le quita ojo a un posible cliente treintañero pegado
a la pista. No para de insinuársele, mientras este teclea en el móvil, parece
que contando a sus amigos el bocado que le espera. En otra esquina vemos a un
japonés sentado agarrado de la mano de
una chica. Parecen una pareja de quinceañeros, si no fuera porque ella va
desnuda. En cuanto contactan visualmente, las chicas se abrazan a los clientes.
Nos comenta J. que no son tan jóvenes como aparentan, aunque a mí sí me lo
parecen.
Al salir del bar nos despedimos de J y nos vamos a dar una
vuelta. La calle está llena de puestos callejeros, paseantes, y sobretodo,
prostitutas. Su presencia no es peor que las del interior de los clubs, por lo
que concluyo que la relación calidad precio para comer, beber y aparearse en
Bangkok es muy superior en la calle que en los locales cerrados. Abundan los
muy maduros hombres occidentales buscando compañía. Giramos en una calle y de
repente nos plantamos en una ciudad musulmana. Las prostitutas aquí pasan a
cubrir su cabeza con un Hiyab y fuman. Los comercios, cafeterías y el público son
exclusivamente árabes, en 10 metros hemos pasado a Marruecos. De camino al
hotel, entre el gentío, un ladyboy con un trasero operado que podría pertenecer
a una brasileña nos sonríe a los dos. Hay niños muy pequeños solos durmiendo
por cualquier rincón, tirados en las polucionadas aceras. Siento un punto de
angustia y tristeza.
Vuelta en avión a Madrid. En el vuelo veo "2001"
en inglés, no tengo otra posibilidad. No entiendo nada y casi es mejor. Me dejo
envolver por esta silenciosa y estética película, acunado por la dulce voz
original de HAL.