Para mí, la imagen de Sicilia es la fachada desvencijada de un palacete barroco. Enna ocupa un alto en el centro geográfico de la isla, y está llena de ellos.
Me bajo del coche para poder encontrar la casa que hemos reservado para ese día. Google maps me envía a una callejón perdido entre casas descuidadas. Me equivoco de número y llamo a aldabonazos a una puerta errónea. Oigo unos pasos muy lentos y me abre una anciana. Me da tiempo a otear la vivienda por dentro: techos altísimos, pintura desconchada, muebles de anticuario barato, desorden. La anciana, a pesar de que le digo que no hablo italiano, me explica que el nombre de la calle no es el que yo digo, al menos en su totalidad. Es una dulce abuelita, y en un gesto que me sorprende, me agarra las manos. Me dice algo así como que ella está sola hace mucho, y que yo todavía soy joven y fuerte, y no sé qué más porque habla muy deprisa en italiano. La situación es extraña y me despido amablemente como puedo, no sé como soltarme de sus manos.
Me dirijo al número correcto, el 26. Una casa muestra "n 26, antico n 24". Llamo y sale un señor en camiseta de tirantes por la ventana, como recién despertado. No sabe de qué le hablo. "Buona sera ", y me cierra la ventana sin más. Aparecen tres adolescentes risueñas que se ofrecen a ayudarme, pero no saben cómo. Después de varias indagaciones, llega la dueña de la casa, una seria y seca Doña Francesca. Es la casa de al lado, pero nadie la conoce por allí. Vive a un par de kilómetros del pueblo, y esa casa la tiene solo para alquilar a los turistas. Cuando llega D., le pregunta por las fiestas del Corpus. Ella responde de forma adusta que no es creyente, que no lo sabe. Como si le preguntas si llega el tren y te dice que no es maquinista.
La villa es bellísima al estilo siciliano. Me pregunto qué tienen en contra de la rehabilitación de fachadas, pero lucen más bonitas así. El culmen llega en la noche, cuando la pobre iluminación le otorga más misterio a callejones y paredes. Se atisban patios tras puertas de rejas, en los que uno proyecta una plácida vida de provincias. Podría ser yo el que morara ahí, sí. Me imagino como director de una caja rural, dando créditos sin muchas complicaciones a cultivadores de hortalizas o frutales. Tendría una guapa mujer italiana y dos o tres hijos. Moriría viejo y sin complicaciones. Quizá una buena biblioteca salvara mi mortal aburrimiento. Bueno, bobadas que se le ocurren a uno para entretenerse en su aburrida vida real.
CATANIA
La entrada a Catania en coche aventura una ciudad patibularia. Todo está sucísimo, y sus moradores parecen de clase muy baja. El centro de la ciudad no mejora la imagen: multitud de inmigrantes subsaharianos, tráfico caótico y tarifas abusivas por aparcar en la calle. Al parecer toda la explotación del aparcamiento en Sicilia, se ha cedido a una empresa que se ha dedicado a pintar todas las calles de azul, con sus parquímetros correspondientes. Nos hablan de Mafia y no me extrañaría. Es un negocio extractivo sin beneficio alguno al consumidor, propio del estado o de organizaciones criminales.
Nos alojan en un local con la puerta a la calle, reformado como un apartamento de ultradiseño. Tardo tiempo en encontrar aparcamiento fuera de odiosa zona azul, que ocupa toda la ciudad, incluyendo extrarradio, y que caprichosamente deja algún espacio sin pintar por el que nos peleamos lugareños y visitantes.
El turismo, aunque muy presente, todavía no es una plaga aquí, y se refugia en los alrededores de una restaurada e imponente avenida, la Etnae. Efectivamente, al final de la avenida, perfectamente enmarcado, se alza el Etna, que ya ha arrasado la ciudad en alguna ocasión.
La ciudad tiene mucha vida, y según pasan las horas nos va gustando más. Uno se acostumbra enseguida a la mugre, desenvolviéndose en ese entorno como el normal, y percibe el limpio y cuidado como artificioso. Esa noche salimos a cenar a un restaurante donde comemos muy bien (spagetti vongole, pasta fresca rellena de limón) y nos tratan fatal. La antipatía de los comerciantes sicilianos será una constante, salvo excepciones. Hay animación nocturna, y acabamos bebiendo innumerables cervezas en un bar del equivalente italiano al público "podemita" español. Consumen cervezas de importación, visten camisetas con slogans ideológicos, lucen barbas y bigotes, y, sobre todo, posan sin parar. Regresamos bastante borrachos a nuestro local de líneas puras, desafiante ante las corralas destartaladas que tenemos enfrente.
Al día siguiente visitamos el mercado de pescado. En las guías lo elogian como si fuera un zoco árabe, aunque la realidad es que es pequeño y turístico, y después otro mercado para público local. D. compra varias cosas en este último, tratada como si fuera una intrusa.
Por la tarde paseamos por el parque central, desde donde se aprecia al Etna en todo su esplendor. Pegada al parque, hay una calle llena de elegantes comercios y restaurantes donde se concentra la burguesía local. La luz es amarilla, y se siente una atmósfera tranquila y relajada, como si esa gente no tuviera problemas o estos fueran solo los esperables: la enfermedad y la muerte, o el Etna. Me gusta Catania.
SIRACUSA
De su larguísima historia, me quedo con que Platón puso sus pies aquí en tres ocasiones. Este genio erró en su intuición, y pensó que se podía educar en la virtud a cualquiera. A nivel humano no hay absolutos, sino individuos. No hay referencia en ningún lado a su estancia allí, ni siquiera en la Wiki pedia, aunque a Arquímedes lo han proclamado héroe local.
La propietaria del B&B donde nos alojamos hace muestra del fuerte carácter siciliano, presente por lo que observamos mayormente en las féminas. Nos ordena siesta y visita a partir de las 18:00, también donde cenar. Nos pone Siracusa por las nubes y un infierno de donde venimos, ¡ay el localismo!.
La parte histórica está en una isla incorporada a la ciudad, Ortigia. Allí se levanta el Duomo, el ayuntamiento y pululan unos cuantos de miles de visitantes trasegando helados y pasta. Más de media isla está muy restaurada y ofrece el mismo producto visto ya decenas de veces: el resort histórico para turistas. La plaza principal es de indudable belleza, pero el ruido y la muchedumbre le restan encanto. Cenamos en un caro y elegante restaurante de una callejuela. Trato exquisito y comida elaborada. Después una cerveza a precio de oro en un indefinido y originalmente decorado "multiespacio".
Al día siguiente visitamos el anfiteatro romano muy deteriorado, los españoles lo usaron de cantera para los muros de la ciudad, y el teatro griego. Este no se aprecia mucho, ya que está con gradas superpuestas para su uso en un festival de teatro clásico. Hay que decir que el pueblo italiano, y el siciliano no precisamente el que más, tiene cierta afición por la cultura, y en numerosos pueblos, aunque no sean muy grandes, suele haber certámenes literarios o artísticos. También se aprecia caminando por la calle un número mayor de librerías que el que existe en España.
Por la tarde decidimos visitar una iglesia enorme estilo Niemeyer muy parecida a la catedral de Río de Janeiro. También otra medieval situada en un barrio humilde de Siracusa. A la salida nos sentamos en una terraza a tomar un café y observamos una vida propia de "Accatone", la película de Pasolini. Un chaval fuma un porro a nuestro lado, delante tres adultos parecen que vienen de robar algo o se preparan para hacerlo. Un yonqui desdentado parte a toda prisa hacia algún lado. Mientras los niños juegan tranquilamente al fútbol en el parque. En Italia los barrios bajos lo son de forma radical, parece que Nápoles expandió el modelo.
Por la ciudad hay unas camionetas que tienen un mostrador en el que dispensan comidas y bebidas. Se consumen en unas mesas de plástico que ponen delante, foodtrucks la llamarían los cursis españoles. En Siracusa son muy populares y la gente de los barrios acude allí. Cenamos unos grasientos y ricos bocadillos. Un vecino de mesa (peinado hacia atrás, pelo más bien largo, camisa imposible, bermudas), cuya pareja disfruta la cena masticando con la boca abierta, ha aparcado un reluciente Ferrari en frente nuestra. A nadie le llama la atención.
RAGUSA.
De camino a esta ciudad hacemos parada en Noto. Entramos en la zona de sobreabundancia de barroco en pueblos y ciudades. La causa de esto es un terremoto que asoló esta parte de la isla en 1.693. Fue uno de los más potentes de toda la historia de Italia, y arrasó todas las ciudades hasta entonces de trazado medieval. Estas se reconstruyeron íntegramente en estilo barroco, por lo que todos los pueblos son bastante espectaculares, incluso para los que no somos muy amantes de este estilo. Hay que decir que es un barroco mucho más descargado que el español, cuyos árboles no me dejan ver el bosque.
Las fachadas de Noto están impecables y limpias, pero parece que ahí dentro no vive nadie. No puedes evitar sentirte en un decorado. Es "Cinecittá", me dirá después un siciliano, aludiendo a los famosos estudios de Roma.
En la carretera vamos tensos hasta Ragusa. Los sicilianos no respetan líneas continuas, stops ni ningún tipo de señal. Hasta ahora ha sido todo autopista, pero moverse en coche es un peligro por la carreteras de doble dirección.
Hemos alquilado una habitación en una casa rural a los pies de Ragusa Ibla, la parte histórica de Ragusa. Esperamos en la puerta hasta que llegan 2 jovenzuelos, uno de ellos venezolano. Lo ha traído el hijo del dueño para que pueda hablar con nosotros. Es un chaval simpático y educado, de 17 años. Nos cuenta que hace 4 años que no ve a su padre, al que no le dejan salir del país, salvo que lo haga con una mano delante y otra detrás.
La propietaria del B&B donde nos alojamos hace muestra del fuerte carácter siciliano, presente por lo que observamos mayormente en las féminas. Nos ordena siesta y visita a partir de las 18:00, también donde cenar. Nos pone Siracusa por las nubes y un infierno de donde venimos, ¡ay el localismo!.
La parte histórica está en una isla incorporada a la ciudad, Ortigia. Allí se levanta el Duomo, el ayuntamiento y pululan unos cuantos de miles de visitantes trasegando helados y pasta. Más de media isla está muy restaurada y ofrece el mismo producto visto ya decenas de veces: el resort histórico para turistas. La plaza principal es de indudable belleza, pero el ruido y la muchedumbre le restan encanto. Cenamos en un caro y elegante restaurante de una callejuela. Trato exquisito y comida elaborada. Después una cerveza a precio de oro en un indefinido y originalmente decorado "multiespacio".
Al día siguiente visitamos el anfiteatro romano muy deteriorado, los españoles lo usaron de cantera para los muros de la ciudad, y el teatro griego. Este no se aprecia mucho, ya que está con gradas superpuestas para su uso en un festival de teatro clásico. Hay que decir que el pueblo italiano, y el siciliano no precisamente el que más, tiene cierta afición por la cultura, y en numerosos pueblos, aunque no sean muy grandes, suele haber certámenes literarios o artísticos. También se aprecia caminando por la calle un número mayor de librerías que el que existe en España.
Por la tarde decidimos visitar una iglesia enorme estilo Niemeyer muy parecida a la catedral de Río de Janeiro. También otra medieval situada en un barrio humilde de Siracusa. A la salida nos sentamos en una terraza a tomar un café y observamos una vida propia de "Accatone", la película de Pasolini. Un chaval fuma un porro a nuestro lado, delante tres adultos parecen que vienen de robar algo o se preparan para hacerlo. Un yonqui desdentado parte a toda prisa hacia algún lado. Mientras los niños juegan tranquilamente al fútbol en el parque. En Italia los barrios bajos lo son de forma radical, parece que Nápoles expandió el modelo.
Por la ciudad hay unas camionetas que tienen un mostrador en el que dispensan comidas y bebidas. Se consumen en unas mesas de plástico que ponen delante, foodtrucks la llamarían los cursis españoles. En Siracusa son muy populares y la gente de los barrios acude allí. Cenamos unos grasientos y ricos bocadillos. Un vecino de mesa (peinado hacia atrás, pelo más bien largo, camisa imposible, bermudas), cuya pareja disfruta la cena masticando con la boca abierta, ha aparcado un reluciente Ferrari en frente nuestra. A nadie le llama la atención.
RAGUSA.
De camino a esta ciudad hacemos parada en Noto. Entramos en la zona de sobreabundancia de barroco en pueblos y ciudades. La causa de esto es un terremoto que asoló esta parte de la isla en 1.693. Fue uno de los más potentes de toda la historia de Italia, y arrasó todas las ciudades hasta entonces de trazado medieval. Estas se reconstruyeron íntegramente en estilo barroco, por lo que todos los pueblos son bastante espectaculares, incluso para los que no somos muy amantes de este estilo. Hay que decir que es un barroco mucho más descargado que el español, cuyos árboles no me dejan ver el bosque.
Las fachadas de Noto están impecables y limpias, pero parece que ahí dentro no vive nadie. No puedes evitar sentirte en un decorado. Es "Cinecittá", me dirá después un siciliano, aludiendo a los famosos estudios de Roma.
En la carretera vamos tensos hasta Ragusa. Los sicilianos no respetan líneas continuas, stops ni ningún tipo de señal. Hasta ahora ha sido todo autopista, pero moverse en coche es un peligro por la carreteras de doble dirección.
Hemos alquilado una habitación en una casa rural a los pies de Ragusa Ibla, la parte histórica de Ragusa. Esperamos en la puerta hasta que llegan 2 jovenzuelos, uno de ellos venezolano. Lo ha traído el hijo del dueño para que pueda hablar con nosotros. Es un chaval simpático y educado, de 17 años. Nos cuenta que hace 4 años que no ve a su padre, al que no le dejan salir del país, salvo que lo haga con una mano delante y otra detrás.
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