martes

LA CARCAJADA


AL LECTOR

Este libro está compuesto por distintas historietas, poesías y una pequeña obra de teatro. Cualquier intento de encontrar un hilo conductor tan solo es un exceso imaginativo del lector, que es muy de agradecer, pero que resultará siempre engañoso.


RETÍRATE AL CAMPO

Retírate al campo,
poeta errabundo.
Aléjate de la ciudad
como un monje asceta.
Vive la quietud contemplativa
sin ningún disfraz,
apartado,
 interiorizando,
lo que nos supera;
sin perder el tiempo,
ni ganarlo;
sin confundir los fines
 con los medios;
tan solo siguiendo
la pura esencia de la vida,
que no odia morir.


Los amigos se convierten con frecuencia en ladrones de nuestro tiempo. Platón


Julián solía llegar tarde. Aquel día no había sido muy bueno. Se había enfrentado con varios compañeros que no querían realizar las tareas que el director general había encargado a su equipo. Se encontraba con un serio problema, que le hacía desconfiar de todo el mundo. Sobre todo de sus compañeros de oficina. No entendía como se podía posponer la dignidad por la trayectoria profesional.

-         He de relajarme –pensó. Julián tenía diversos trucos para poder desconectar del trabajo, y no le costaba mucho hacerlo. Siempre que los problemas fueran soportables, claro. Si no, era incapaz de dormir, dando vueltas en la cama, pensando y luchando por el deseado relajo.

Aquella tarde llegó a las siete y media a casa. Se dirigió a la habitación, se cambió de ropa por una más cómoda y, mecánicamente, encendió el televisor.

-         Estos programas son buenos para la salud mental –pensaba. Julián siempre decía que ver a personas a las que consideraba inferiores, le hacía subir la autoestima, cosa muy recomendable en el mundo en que vivimos, sobre todo en el laboral donde quien puede te hunde.

Conectó con el canal que más programas de cotilleo tenía. Fácilmente comprobó que su programa estaba esperándole, con sus personajes famosos manoseados por periodistas con pocos escrúpulos éticos.

-         Lo que hace la gente por ganar dinero –suspiró aliviado al percatarse de su superioridad ética.

Se relajó confortablemente entre la tibieza de la atmósfera de la casa, que propiciaba disfrutar del contraste con la tormenta que fuera se estaba desatando: relámpagos, truenos, lluvia…

Como el programa de televisión en realidad le interesaba muy poco, una vez cambiado el chip laboral por el casero, repuesto de las mezquindades laborales gracias al programa televisivo, su mente divagaba entre sus pensamientos recurrentes: planes para el fin de semana, próximos viajes a realizar, sueños por cumplir…

Se acercó a la ventana para ver la que estaba cayendo. Le pareció que el mejor sitio en el que podía estar en ese preciso momento era su casa.

Se fue a la cocina, abrió una bolsa de patatas fritas y una cerveza y volvió a sentarse en su sillón.

-         “…tu siempre vendiendo tu vida privada. Y luego quieres que los periodistas te respetemos…”-aullaba el televisor.
-         ¡Cuántas veces habré oído esa frase! –divagaba.

Cuando Julián despertó, se dio cuenta de que se había quedado dormido. Tras el momento de despiste inicial, miro con gran esfuerzo su reloj, viendo que eran las doce y media de la noche. La televisión estaba apagada, toda la casa estaba a oscuras. Miró por la ventana y vio que toda la ciudad estaba también a oscuras. Ya no llovía, al contrario, estaba totalmente despejado. La Luna alumbraba con fuerza con toda su esfera brillando de luna llena. Reinaba un silencio extraño. Tanto, que podía oír su propia circulación sanguínea atronando por las pulsaciones de su corazón.

-         La tormenta ha debido estropear alguna estación de electricidad –razonó-. Pues muy bien, me voy a la cama… aunque no he cenado. ¡Bah!, da igual, no tengo hambre.

Julián se fue a la cama. Algo asqueado pues no había podido lavarse los dientes, pero es que tampoco había agua. Miró el reloj: las doce y media.

-         ¡Lo despacio que va el reloj algunas veces! Juraría que hace un rato eran las doce y media.

Tardó en dormirse, pero al fin lo consiguió. Durmió intranquilo, pensando en la tormenta, en la televisión, en los dientes…

Cuando Julián despertó todavía era de noche. Se sentía totalmente repuesto, como si hubiera dormido doce horas. Fue a mirar su reloj pero se dio cuenta de que se lo había dejado en el baño. Tanteó en la mesilla, cogió el despertador y comprobó: las doce y media. Todavía atolondrado por el largo sueño se dio cuenta que algo no le cuadraba, no era capaz de ubicarse y por un momento pensó en seguir dormitando. De repente su corazón le dio un vuelco y saltó como un resorte de la cama.

-         ¡Cómo que las doce y media! –exclamó. El despertador se ha debido estropear y a saber qué hora es. Precisamente hoy. Pues está el horno para bollos. Ahora llegaré tardísimo a la oficina y tendré que contar cualquier historieta que nadie se creerá. Bien, por estas bobadas se inclina el jefe a dar la razón a uno o a otro. Voy de listo y al final siempre meto la pata.

Corrió al baño a buscar su reloj y cuando lo cogió respiró aliviado:

-         Me convenzo de que soy ateo pero en el fondo pienso que Dios existe y se dedica a juguetear conmigo. El cachondeo que se traerá con un “empanado” como yo debe reventar el “share” del Canal Celestial.   Son las seis y dos minutos.

Se dio una ducha tranquilamente pensando en como iba a enfocar sus problemas laborales en el día de hoy. Una vez más consiguió relativizarlos, y lo que por la noche era un problema que le oprimía el corazón, se convirtió en una especie de “mosca cojonera” que no le dejaba pensar en lo que a él le apetecía. Se le hizo la boca agua pensando en el desayuno, su comida favorita, y se dirigió a la cocina. Allí cogió el cartón de leche, se llenó un vaso y fue hacia el microondas. Al acercarse se paró de golpe. Los números fosforitos del reloj del microondas ocuparon todo su campo visual. Eran enormes y no dejaban lugar a dudas: marcaban las 00:30. Quedó tremendamente confundido, incapaz de encontrar una respuesta lógica. Cautelosamente se dirigió al salón, como si intentara coger por sorpresa a algún reloj marcando cualquier hora absurda. Miró al ostentoso y disparatado “Home cinema” que le habían regalado por su cumpleaños: mostraba las 00:30. Cambió su mirada hacia el reloj japonés que había traído de su último viaje: sus agujas indicaban las doce y media. El video: las 00:30. El equipo de música: las 00:30.

-         Esto es de locos –pensó.

Volvió al cuarto de baño, dispuesto a encajar que el reloj que antes había mirado siguiera marcando las seis y media. Al verlo, se lamentó de su falta de atención al dirigirse por la vida. Había visto el reloj al revés. Girándolo ciento ochenta grados marcaba exactamente lo mismo que los demás.

Quieto y de pie en el cuarto de baño, sus sentimientos fueron evolucionando lentamente desde una tremenda angustia hasta una hechizante sensación de perplejidad. Al fin y al cabo la situación casi hasta le divertía. En sus vacaciones viajaba solo por el mundo, aunque hacía tiempo que no lo hacía, para buscar una sensación parecida. Lo mismo podía decirse de su afición al consumo de ciertas drogas. Había asumido relativamente rápido su extraña nueva situación y estaba lleno de curiosidad por saber qué le depararía.

De momento, y con una recién despertada alegría interior, fue hasta la ventana. No pareció ver nada extraño a un miércoles a las doce y media de la noche. Vivía en un barrio de nueva construcción un tanto alejado de la gran ciudad y era normal no ver un alma por la calle a esas horas. “Verdadera calidad de vida” rezaba la publicidad de la promotora inmobiliaria. Allí aparecía una fotografía de una señorita correctamente bella, vestida correctamente y agachada frente a una niña correctamente cursi.

 Había visto algunas veces al dueño de la promotora en el barrio, con su barriga sentada en un Mercedes de seis metros de eslora y con una señorita rubia al lado veinte años menor que él, con pinta de ser de todo menos correcta en la cama. Recordaba como la visión de aquella mujer ponía en repentina ebullición su sistema sexual, e incluso una vez que volvía del trabajo, se sorprendió acercándose al Mercedes con rubia  como una nave espacial se dirige irremediablemente hacia un agujero negro.

-      Soy incorregible –se dijo. Atravieso ahora mismo la situación más extraña de mi vida, y me pongo a divagar sobre marketing inmobiliario, ricos paletos y rubias lúbricas.

Dió un respingo:

-          ¡Un momento! ¿Qué es lo que me parece extraño de todo esto? A ver… Analicemos… Son las doce y media. Cuando me acosté eran las doce y media. Bien. Me he despertado a las doce y media. Por tanto, no ha pasado tiempo desde que me acosté o…-poniéndose las manos en la cabeza- ¡han pasado veinticuatro horas! Claro, con razón me he despertado totalmente repuesto. Además ya no llueve, no hay tormenta. ¡Dios, mi jefe! ¡Que le digo ahora, que me he quedado dormido y que llego un día tarde! Imagino su cara. Bueno, mejor no pensarlo.

Julián no daba crédito a lo que le estaba sucediendo. De repente, su pensamiento se paró en seco. Había dado con la solución.

-      ¡Seré imbécil! ¡Cómo no he podido darme cuenta! ¡Será la primera vez en mi vida que me levanto totalmente confuso y no me cuadra nada! Ya está, he soñado que me acosté a las doce y media asociándolo a la hora en la que me he despertado. Ja, ja, ja… ¡Qué imbécil soy! Aunque la verdad es que me tengo que felicitar, todos los relojes marcan la misma hora en esta casa. No creo que haya en el mundo alguien que sea tan ordenado –riéndose para sus adentros.

RRRIIINNNNGGGGGG.

 Sonaba el timbre de la puerta.

-          ¡Pedro! ¿Qué haces aquí?
-          Qué quieres que te diga, chico. Inés me ha echado de casa.

Pedro era uno de sus mejores amigos. Poeta. Bueno, así le gustaba considerarse aunque su arte era bastante malo. No obstante, su visión desordenada y original de la vida le hacía una persona especial. Era capaz de tener una visión totalmente propia de las cosas, lo cual producía a veces perplejidad entre sus amigos cercanos, pero también mucho encanto.

-        Así es la vida, chico. He llegado tarde a casa, hemos discutido y me ha dicho que no quiere volver a verme. Si, ya, luego se le pasa pero…
-          Si, eso está muy bien, pero…
-          Qué qué hago aquí, quieres decir.
-          Por ejemplo.

Con Pedro, Julián tenía toda la confianza del mundo, así que la conversación tomaba tintes curiosos.

-       Escucha, Julián. Tú eres mi mejor amigo. La persona que más aprecio en el mundo. Si, la que más aprecio. Incluso estás delante de Inés, sin lugar a dudas. Te aprecio. Haría por ti lo que fuera. Como amigo, eh, como amigo.
-          Está bien –resignado. Puedes quedarte a dormir si quieres.
-          Escucha… ¿Qué es lo que veo?

Julián miró la cara de Pedro. Este miraba con la boca abierta directamente a la cadena de música. El reloj de la misma, con sus azulados números marcaba…

… LAS DOCE Y MEDIA

 Pedro se acercó a la cadena. Se paró ante el aparatejo y…

-          ¡”El oficio de vivir”!, de Cesare Pavese. Grandísimo poeta. Me lo dejarás, ¿no? Me encanta Pavese. Es uno de los mejores poetas más o menos recientes. ¿Sabes que se suicidó?

Pedro había recogido el libro que estaba encima de la cadena musical. Miró a Julián y al ver la cara de éste, boquiabierto, mirando hacia la cadena de música, donde él estaba comentó.

-          Ju, Ju, Julián, ¿pasa algo? No es necesario que me dejes el libro si no quieres.
-          Pedro –muy serio- ¿Qué día es hoy? –preguntó temiéndose cualquier cosa.
-          A ver, a ver… Ayer fue lunes… No, no, no. Ayer fue domingo…
-          ¡Vaya a quién he ido a preguntar!

Medio enloquecido, Julián, empezó a buscar desesperadamente el teléfono móvil. En su pantalla anaranjada esperaba encontrar la respuesta a todas sus dudas, respuestas que su amigo, tan centrado como siempre, no le proporcionaba. No era la primera vez. Encantador pero absolutamente inútil para las cosas mundanas.

-          ¿Dónde cojones estará el puto móvil?
-          No creo que lo encuentres en los bolsillos del pijama –Julián no estaba para bromas-. Aunque ya sé que te puedo llamar por las noches.

Corriendo fue a la mesilla de noche. Siempre dejaba el móvil allí, dentro del cajón. Recordaba haberlo mirado antes, pero sólo había mirado la hora, no se había fijado en el día. Normalmente, sabemos en el día en que vivimos, pero su confusión le hacía cuestionarse absolutamente todo lo relacionado con el tiempo.

-          ¡Aquí está!

Encendió el móvil que inició el lento proceso de arranque.

-          No entiendo por qué los móviles tardan tanto tiempo en encenderse –gruñó.

Transcurrieron tres, cuatro, cinco segundos. La pantalla anaranjada estaba a punto de darle la respuesta a su perplejidad. En ese preciso instante sonó un pitido. La pantalla se apagó. El móvil se había quedado sin batería.

-       ¡Me cago en…! –y tiró el móvil contra el suelo. El móvil se fue para un rincón de la habitación y un trocito desgajado de éste para el lado contrario.

-          ¡Me lo he cargado!

Pedro asistía al espectáculo con un aire ciertamente risueño. Pensaba: “Creo que hay gente mucho peor que yo. Me alegra saber que el vivir solo también es desquiciante”.

-          Escúchame Julián –le dijo. No tengo ni idea de lo que te pasa. Los dos estamos pasando por momentos desagradables ahora mismo, así que te propongo una cosa: en vez de contarnos el uno al otro nuestras penas, vamos a hacer como si el pasado  inmediato no existiera. Nos relajaremos, charlaremos o haremos cada uno lo que nos venga en gana.

   Pasaron unos largos segundos. Julián contestó:

-        Está bien. Como casi siempre y aunque tú no sepas porqué, tienes razón. El ponerse histérico no sirve de nada. Tú ábrete una cerveza si te apetece y coge el libro de Pavese. Yo, para saber si me puedo relajar o no, tengo que resolver una duda.

Pedro no dijo nada. Julián se puso a pensar en como averiguar con certeza en el día en que vivía. “Vamos a ver –pensó. El ordenador está ahora mismo sin configurar, y hacerlo me llevaría demasiado tiempo. El televisor no tiene teletexto porque cuando lo compré estaba en una época austera. Sólo se me ocurre el teléfono, pero a ver a quién llamo yo a las doce y media de la noche para preguntarle qué hora es y a qué día estamos. Mi madre se llevaría un susto de muerte al oír el teléfono y correría a contarle a mi padre una vez más el hijo tan raro que tiene. Mi hermano llevará horas dormido y la pija de su mujer puede asesinarlo al enterarse del que el que llama soy yo. No hay nadie más que me ofrezca confianza para llamarlo a la hora que creo que es y preguntarle lo que quiero saber.

Cogió el teléfono, buscó en el listín uno de los liosos números de información y lo marcó. Una voz femenina, nasal y plana le contestó:

-         Leatiendelaposicióndos-tres-unoenquépuedoayudarle?
-      Verá señorita ... Sinceramente no quiero saber el número de nadie. Lo único que me gustaría que me dijese es el día y  la hora qué es.

Pedro, que estaba sentado al lado, soltó una sonora carcajada.

-    Escuche señor. Las telefonistas no estamos aquí para que nos llamen graciosillos   como Usted que pretenden reírse de nosotras. Prestamos un servicio a la sociedad y no nos gusta perder el tiempo con gente rara que no tiene nada que
      hacer. Si trabajara como yo y mi marido no le quedarían ganas de hacer el idiota. Adiós y buenas noches.

Julián miró la cara divertida de Pedro.

-          Es agradable hacer feliz a los inconscientes –le dijo.
-          No saques tu mala baba. Yo tampoco sé el día que es y por ello no me vuelvo un energúmeno.
-        Tú no tienes un jefe que te toca las pelotas por cosas mucho más nimias que esa. Es más, a ti nadie te toca las pelotas salvo tú mismo, y a veces, tu mujer.
-          Entre los dos nos las tocamos como siete jefecillos de esos que tu usas.
-          Está bien Pedro. Vale ya. Te voy a decir una cosa. Y casi hasta me da miedo tu respuesta.
-          Esto promete. ¿me vas a preguntar si soy gay y siempre he estado enamorado de ti?
-          No digas bobadas. ¿Tú qué hora ves en ese reloj?
-          Esperaba algo más existencial. Las doce y media.
-          Me alegra saber que no soy un tarado en soledad.
-          Todos somos tarados solitarios. Una vez se le ocurrió a alguien describir como era una persona cuerda y todos andamos empeñados en mostrarle a los demás lo cabales que somos.
-          Tú no mucho.
-        Yo soy bastante juicioso. Compárame contigo o con el resto de los que andáis por ahí fuera en busca del dólar perdido.
-          No te molestes. Era un elogio. Y respecto a lo del dólar ya hablaremos otro día. Si es que hay otro día. Espérate aquí que voy a por una cerveza para mí.

Julián fue a la cocina, se abrió un botellín y preparó algo de picar. Cuando volvió al salón, Pedro estaba absorto en el libro de Pavese.

-          ¿Sabes algo de él? – Le preguntó Julián.
-        Que no era un poeta puro. –contestó. La inteligencia mal aplicada produce exceso de pensamiento, y eso interfiere y acorta la capacidad de sentir. Pavese reflexionaba demasiado, imagino, lo que combina mal con un alma de poeta. De ahí su final.
-          ¿Quieres decir que debemos prescindir del raciocinio?
-          Quiero decir que razonar está muy bien para conseguir el sustento, para lograr objetivos y sentir que se domina la situación. Eso tiene poco que ver con la vida íntima y “real” de cada uno.
-          Vamos, que tú estarías más a gusto en un mundo que no se rigiera por leyes externas conocidas.
-     Pues sí. Einstein corrigió a Newton y tarde o temprano alguien corregirá a Einstein. No sé por qué tenemos que creer a pies juntillas al que ha esbozado la teoría más reciente.
-          Pues estamos de Enhorabuena. Ese alguien que tú dices ha llegado ya y se pasa por el forro a Einstein y a Newton.
-          ¿Te refieres al camellete que nos ha vendido ácidos alguna vez?
-          No nos van a hacer ninguna falta. ¿Te acuerdas qué hora marcaba el reloj cuando te lo he preguntado?
-          Las doce y media.
-          ¿Y puedes mirarlo de nuevo y decirme que hora pone?
-          Las doce y media. Pero no me meterás ese rollo solo porque se te haya parado el reloj.

      Julián le miró a los ojos y le dijo despacio:

-          Te aseguro que todos los relojes de la casa marcan las doce y media desde hace .....  ¡¿horas?!.


UN DÍA ME DEDIQUÉ

Un día me dediqué
a limpiar de impurezas
a la vida.
Corté las hojas secas,
desinfecté las heridas,
desalojé el humo,
barrí los rincones
y tiré los desperdicios.
Al final,
muy cansado ya,
pude observar mi obra maestra:
Un reluciente esqueleto
me sonreía.


No hay cosa más fría que un consejo cuya aplicación sea imposible. Confuncio


Fuera del apartamento corría una ligera brisa. Las hojas caídas de los árboles formaban remolinos y susurraban suavemente. Empezaba a hacer frío ya, en aquella noche de finales de noviembre. Noche espléndida, poco estrellada debido a la presencia contundente de la luna llena, que parecía un dios observando a sus criaturas. ¡Perplejas criaturas! Todas ellas, sin excepción.

Desde la acera, la única luz que en aquel momento se divisaba encendida como queriendo denotar la presencia de vida inteligente era la del apartamento de Juli. Todas las demás casas estaban a oscuras. Desolado barrio, desolada acera…

Julián y Pedro estaban sentados, mirando al suelo con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre las piernas, en actitud meditativa. Ninguno de los dos decía nada, hasta que el silencio se rompió.

-          La última vez que miré el reloj fue en mi casa, antes de discutir con mi mujer.
-          ¿Y qué más da? –respondió Julián desganadamente.
-          Eso digo yo. Qué más da.

Julián había perdido todo su buen rollo onírico para empezar a exasperarse ante esta situación de la que ya estaba un poco harto. Había conseguido contagiar a Pedro de su mal estado de ánimo. Lo peor había sido cuando se quedaron mirando durante un rato el reloj de Pedro. Era un reloj de agujas sin segundero. Lo miraron durante lo que para ellos serían cinco minutos o más: la manecilla no se movió ni un ápice. Los demás relojes de la casa igual, ninguno disponía de segundero y el resto eran digitales y lo único que sabían hacer era parpadear sus estúpidos puntitos luminosos.

-          ¿Estás seguro de que no nos hemos tomado un tripi y estamos alucinando?
-      Podría ser… Pero, Julián, eso es como pensar que esto es un sueño. Puede que sí y puede que no. Podemos esperar toda la vida a que se nos pase el efecto del ácido o nos despertemos. Pero, ahora, nuestra “verdad relativa” es ésta: el tiempo no pasa para nosotros.
-          Bueno, eso es mucho decir. ¿Tú crees que no nos crecerá la barba, no sentiremos hambre, sed o sueño en algún momento? Si eso ocurre, significará que el tiempo sí pasa pero que algo hace que los relojes estén parados.
-          Déjate de fisiologías. Lo que necesitamos ya es encontrar un reloj con segundero.
-      ¡Me cago en la leche! Estamos en una situación absurdamente ridícula. Como sigamos así, ni siquiera podremos perder el tiempo.

Pedro se sentía inspirado y comenzó a recitar:

-          Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo…
¡Ojalá fuera un sueño
muy largo y muy profundo;
un sueño que durara hasta la muerte!...
Yo soñaría con mi amor y el tuyo.

-          Muy apropiado, Pedro. Veo que vas mejorando.
-          Ojalá fuera mío. Es de Bécquer.
-          Ya me extrañaba a mí, ¿algún otro?
-          ¿De dónde vengo?...
El más horrible y áspero de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

-          Si la vida merece ser vivida es por momentos como éste.
-          Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar… andar.
Moviéndose a compás como una estúpida
máquina el corazón:
la torpe inteligencia del cerebro
dormida en un rincón.
El alma que ambiciona un paraíso,
buscándolo sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.

Julián se acerco a Pedro y éste esperando una segunda felicitación lo único que se llevó fue una sonora colleja.

-        ¡Ya está bien, Pedro! Llama a tu mujer. Le dices que coja un reloj con segundero y que nos diga si la aguja se mueve o no. ¿Vale? Pues toma. Ya la estás llamando.
-         Si claro. Y pretendes que ella, me diga: “Ahora mismo, cariño mío. Ya se me ha pasado el enfado. Te estoy esperando en la cama calentita. Mira. Si. El segundero se mueve. ¡Qué cosas tiene mi pichoncito! Ven, poeta mío, y recítame una poesía y embelésame con tus encantos. Ven…”
-          Está bien. La llamo yo.
-          Cuidado con lo que le cuentas.
-          Terminaba en 5242, ¿no?
-          Si… No 4252… No, no 5242. Si, si, 5242…
-          ¡Menudo espécimen!

Julián esperó varios tonos:

- ¡No lo coge!

Pedro se encogió de hombros con resignación.

-         Es normal. Sabe seguro que el que llama soy yo. No puede ser otro. Entre las cualidades de mi mujer no está la falta de rencor.

Julián se levantó del sofá y empezó a caminar por el salón dando vueltas en círculo. Tenía fruncido el entrecejo y una mirada de determinación que no era habitual ver en él. Se dirigió a Pedro hablándole severamente, como un profesor que intenta que sus alumnos le tomen en serio.

-        ¿Tú sabes Pedro, por qué los americanos son el pueblo más poderoso de la tierra?
-         Por muchas razones. La más importante es que se dedican a trabajar mucho y a pensar poco.
-         Exactamente. Pues eso es lo que tú y yo haremos. Vamos a dejar de divagar sobre qué coño pasa. Aquí sentados pensando no vamos a cambiar nada. Pasaremos a la acción. Vamos a ir a la calle a ver que ocurre.

Cogieron sus abrigos y se dirigieron a la puerta. Antes de salir, Julián echó un último vistazo a su casa. Tenía la extraña sensación que se estaba despidiendo de ella, que no la volvería a ver más. Bajaron las escaleras en silencio, pensativos. Al abrir el portal, una ráfaga del viento helado les obligó a girar sus rostros. Julián había dejado su coche en el taller y Pedro nunca lo había tenido, así que echaron a andar calle abajo. Llegaron a una glorieta en la que solía haber tráfico, pero se encontraron con el más absoluto silencio. Julián miró a su alrededor. Todo seguía oscuro y el viento había amainado.

Pedro se había quedado un poco atrás y contemplaba a Julián desde el otro lado de la calle. Estaba aterrorizado. Su piel se había vuelto blanca y las piernas le temblaban ligeramente. Aquel ambiente le sonaba. Le recordaba a una de las peores épocas de su vida, en la que sufría numerosos ataques de pánico. Aquello se curó gracias a unos cuantos trucos de psicólogo, una pareja estable y un poco de filosofía oriental. Sin embargo, en el fondo de su mente se conservaba todavía intacta esa profunda sensación de vértigo.

-        ¿Qué te parece si vamos al centro de la ciudad? – le gritó Julián. Allí tiene que haber alguien.
-         Si tú quieres –balbuceó Pedro

Julián se enternecía cuando veía a Pedro de aquella manera. Lo conocía desde hace muchos años y sabía que su hipersensibilidad le jugaba malas pasadas. En este caso también le servía a él para asumir con más convicción el papel de hombre de acción que sabe operar en el mundo real. Aunque no quería demostrarlo, él también tenía miedo. Desde muy pequeño había aprendido a ocultarlo, e incluso muchas veces se había puesto a prueba con el fin de vencerlo. Pero había aprendido que el miedo no se vence, como mucho te puedes hacer amigo suyo. Cruzó la calle y rodeó con su brazo los hombros de Pedro.

-      Yo también estoy atemorizado. Pero tengo claro que esta situación pasará y desembocará en otra, no sé si mejor o peor, pero distinta. Al fin y al cabo es igual que la vida que hemos llevado hasta hoy. No hay ninguna diferencia.
-       Mi mujer..., mi familia.... Siento pavor al pensar que quizás no vuelva a verlos.
-     Todavía no sabes nada, Pedro. No intentes prever como va a ser esto. Cada cosa en su momento, no ganamos nada al sufrir por anticipado.

Emprendieron camino hacia el final de la larga avenida que conducía en dirección al centro de la ciudad, con su bulevar a modo de espina dorsal, y sus monótonos edificios a los lados. Después de transitarla un largo rato, se incorporaron a la autopista andando tranquilamente por el carril de aceleración. Julián había hecho ese recorrido en su vehículo cientos de veces, pero todo le parecía diferente desde la perspectiva de peatón. No recordaba haberse fijado nunca en los álamos que flanqueaban la autopista, ni que ésta pasaba por encima de un pequeño regato en el que se oía el croar de algunas ranas. Incluso cada metro de carretera, que él recorría inconscientemente a toda velocidad, le parecía distinto del anterior, como si tuviera sus características propias. “¿Dónde voy yo todos los días tan deprisa?” –pensaba para sí.

Pedro no decía nada. Iba mascullando la posible separación definitiva de las personas que más quería. Julián le había convencido parcialmente con su lógica y eso evitaba que se derrumbara, pero en el fondo de su alma él sentía y sabía que nunca volvería a verlos. Se veía a sí mismo como un muerto, vagando por aquél lugar extraño con la única referencia conocida de un Julián sumido en el mutismo. A él no le gustaba jugar a las aventuras como a su amigo. Al fin y al cabo, estaba a gusto con sus poesías, sus lecturas, y las ventoleras temáticas que cíclicamente lo azotaban. Recordaba que en la última le había dado fuerte por la pintura, devorando cuantas biografías de pintores caían en sus manos y engendrando compulsivamente cuadros que trataban de imitar las diferentes corrientes pictóricas que han existido a lo largo de la historia. Hasta él, cuyo pánico a los aviones era enfermizo, había propuesto a su mujer viajar a las Islas Marquesas en busca del lugar que inspiró a Gauguin. Pero ahora estaba allí, desvalido, en un lugar que no inspiraría a ningún artista, y en el que se temía que debía ocuparse de asuntos mucho más mundanos que el de jugar a creador de sentimientos.

De repente, vieron que algo se movía unos metros más adelante. Los dos amigos en principio se pararon, pero en seguida Julián apresuró el paso para acercarse a ver lo que era. No era más que un gato. Un simple, normal, común, vulgar minino. ¿Normal? No, ciertamente no era del todo normal. Parecía de una extraña raza, o, mejor dicho, fruto de un cruce de muchas razas. Un mil leches con el pelo largo como un gato persa, pero con la agilidad de cualquier gato callejero. Unos ojos anormalmente grandes presidían un bigote densamente poblado. Su pelo  parecía estar en proceso de decoloración, alternando manchas parduscas sobre un fondo blanco nuclear.

-      Bueno, por lo menos sabemos que hay más seres vivos junto a nosotros –dijo Pedro. Si hay gatos, no tiene porqué no haber hombres.
-        Eso no es nada nuevo. Ya habíamos oído ranas. Y eso sin contar los árboles, que tienen un aspecto de lo más saludable. Fíjate en ese que hojas más grandes tiene.

En lo alto de uno de los pequeños montículos al lado de la autopista, fruto del vertido de escombros de otra época, se erguía un solitario plátano. Julián y Pedro eran animales criados en la ciudad y no conocían con detalle las características de cada especie arbórea, pero Julián había hecho una buena observación.  En efecto, las hojas de aquel plátano eran excepcionalmente grandes.

El sentimiento de Julián era agridulce. Por supuesto que prefería que todo se aclarara de una vez y esta absurda situación volviera a la normalidad. Sin embargo, un halo de esperanza y un horizonte iluminado infundían nuevos ánimos a nuestro atribulado personaje. Siempre había querido cambiar de vida. No le gustaba su trabajo y la monotonía diaria le sacaba de quicio. Aunque, siempre que pensaba en abandonarlo todo y empezar una vida nueva se imaginaba convertido en un mendigo al que alguien le recordaba constantemente: “Cómo pudiste haber dejado aquel trabajo, mentecato, ¿qué te creías que eras? Vales para lo que vales y poco más”. Y, así, de este triste modo, con escasa confianza, volvía al redil de la masa, con sus prisas, sus alienaciones mentales, deseos estúpidos y objetivos inventados. Por eso, esta nueva situación le quitaba responsabilidad. Podía ser el inicio de una nueva vida, con nuevas expectativas, pero de la que no era responsable. No podría arrepentirse de su actitud, ya que, todo había venido de fuera, de sus circunstancias externas que había tenido que manejar de la mejor forma posible.

En el lado contrario estaba Pedro. Ser contemplativo, nunca de acción. Se veía obligado a actuar en un mundo que odiaba para salir de él. Aborrecía dos formas de sentir. Por un lado, desconfiaba de los hombres seguros, de aquellos seres que hablan con una seguridad tal que parece que lo tienen todo absolutamente controlado. ¡Pobrecillos! A las primeras de cambio todo su andamiaje se viene abajo y se dan cuenta de que había sido construido con barro. Por otro lado, sabía que muchas veces las circunstancias nos arrastran y es mejor dejarse llevar, relajarse y fluir, que luchar contra un poder muy superior. Terminar agotado para nada era superior a sus fuerzas. Si se sentía derrotado en estos momentos era porque pensaba que muy probablemente estaba siendo arrastrado por un torbellino del que luchaba por salir.

-        Pensar en el tiempo, ahora, me produce malestar –espetó de repente, pues no hacía más que dar vueltas y más vueltas a sus pensamientos.
-      A mí me pasa exactamente lo mismo, Pedro. Son tantas las cosas que no entiendo... De hecho, si piensas un poco en lo que nos está ocurriendo no cuadra nada. Ante todo, ¿qué es el tiempo? Casi siempre lo definimos relacionándolo con algo, es decir, con la variación o el movimiento.
-   Hasta ahora lo único que hemos hecho es advertir que los relojes no se mueven, que el sol no ha aparecido por el horizonte, que no hay gente por las calles. Sin embargo, nosotros nos movemos y antes estábamos allí y ahora estamos aquí.
-        Efectivamente, pero aunque no nos moviéramos, antes pensaríamos una cosa y ahora estamos pensando en otra. En conclusión, el tiempo sí pasa por nosotros, pero, cómo diablos explicar que hoy todavía no ha amanecido y que la Luna lleva en esa posición constante ya mucho… tiempo.
-        Una lógica desesperante.
-       Casi si. Llevo un rato pensando como sería un instante eterno y es imposible hacerlo. Parece que nuestro Dios, si lo hay, está haciendo trampa y nos está haciendo creer que se ha parado el tiempo, cuando en realidad nuestra percepción del antes y del después no ha variado.


Podemos imaginar a un espectador aéreo que estuviera contemplando la escena: Julián y Pedro parecerían estar sacados de una película surrealista. Dos insignificantes seres teñidos con un halo fantasmagórico en el arcén de una autopista estremecedoramente vacía. Desvalidos y con toda su desprotección resaltada por la falta de acomodo en la situación. Además, como guinda del pastel atemporal, en lo alto del montículo, el árbol misteriosamente metamorfoseado.

A Pedro también le empezaba a preocupar sobremanera que Inés no hubiera cogido el teléfono. Ese pensamiento que en un principio había conseguido racionalizar comenzaba a provocarle, junto con el resto de la situación, un desagradable cosquilleo en el estómago. Realmente, no entendía cómo no había contestado a una llamada a las doce y media de la noche. Podía ser él, pero también una urgencia, su familia, etc.

-      Julián, ¿adónde cojones vamos? –preguntó con una voz que suplicaba una respuesta que condensara todo en una explicación única y creíble.
-          ¿No habíamos quedado en ir al centro?
-         Si, Julián… pero, ¿para qué? Ya hemos comprobado que algo raro está pasando. Vemos que no hay un alma por la calle, ni un solo coche en esta autopista que siempre va cargada de tráfico. ¿Te parece normal todo esto? Sería mejor que fuéramos a mi casa y comprobar que Inés se encuentra bien. Tal y como están las cosas lo mejor es ir para allá e, incluso, despertar a mis vecinos.

La casa de Pedro estaba a diez minutos de la de Julián.

-    Vale. Bueno a mi me gustaría seguir, pero creo que tú no estás en situación de explorar nada. De acuerdo, vamos a tu casa. Quizás Inés nos pueda explicar algo y mostrarnos su visión de todo esto. Por cierto, ¿cuándo viniste a mi casa tampoco había ni un alma por la calle?

Pedro sintió angustia ante la pregunta de su amigo. Una angustia provocada por su falta de atención al mundo y por su mente tan dada a divagar a las primeras de cambio, y que nunca estaba centrada en lo que tenía delante de sus narices. Su rabia provenía de la impotencia que sentía por no poder contestar a la pregunta de Julián, sumada a la vergüenza ante su escasa valentía y pérdida de papeles. Se sentía un fracasado en esos momentos. No sabía la respuesta. Ni para eso servía. Cuando salió de su casa tan solo se limitó a pensar en su discusión con Inés y que comenzaba una fascinante noche de libertad en casa de su amigo Julián. Tan embebido estaba en su imaginación que no había prestado atención a lo que ocurría a su alrededor.

-      Pedro, te he hecho una pregunta.
-     ¡Ah, si!...pues…pues…No lo sé Julián. No me fijé. No tengo ni idea. Creo que no, pero no lo sé seguro.

Pedro sentía vergüenza de sí mismo. Sin embargo, Julián que conocía perfectamente a su entrañable amigo sintió una inefable mezcla de pena y admiración. Desde luego, no le había defraudado. Era una respuesta esperada. Pedro era un artista. Era una mente imaginativa y sensible sin pulir. Quizás no estaba preparado para vivir en la dura realidad, pero también era verdad que era capaz de inventarse su propio mundo y nunca lo atenazaban ni la rutina ni el aburrimiento. Merecía la pena tener un amigo así.

Julián, que sabía perfectamente cómo se sentía su amigo dio varias palmadas amistosas en la espalda de Pedro, tratando de consolarle. Mirando de soslayo, descubrió que una lágrima descendía lentamente por la mejilla de su amigo.

-    ¡Venga, vamos a tu casa! Verás como Inés se encuentra bien.

Dieron media vuelta para desandar el camino. Pasaron de nuevo por el regato en el que habían oído a las ranas. Otro gato se paseaba lentamente por la zona. Era como el anterior, pero completamente blanco y pudieron comprobar que le costaba moverse. Su escasa agilidad felina no le permitió huir de ellos con la rapidez deseada, llegando incluso a arrastrarse. Algo malo le pasaba a aquel animal.

La visión del felino desanimó aún más a nuestros amigos. No era el hecho en sí del gato enfermo. Era la situación. Los factores que iban descubriendo en su salida nocturna, en vez de hacerles comprender, les iban desanimando progresivamente, como aquel soldado que, después de la batalla, busca esperanzado a sus compañeros vivos, y lo único que encuentra son cadáveres bajo sus pies.

El forzado líder, Julián, pensaba en sus lecturas budistas intentando concentrarse en el “aquí y ahora”. Ese truco tan manido contra la ansiedad empezaba a resultarse infructuoso. Tener al lado a Pedro le obligaba a tener fortaleza pero, a su vez, le hundía en una acompañada soledad.

-      “Aquí y ahora. Tiene gracia. El ahora ya me sobra” –bromeó ensimismado.

Pasados diez minutos llegaron al portal de la casa de Pedro. Este no quería confesarlo pero ya hacía un buen rato que se había percatado de que había perdido las llaves de casa, al menos no las llevaba encima. Una pertinaz sensación de estupidez le llevaba a no querer confesar su nuevo olvido a Julián. Llevaba mascullando excusas que comentar a su compañero cuando tuviera que confesarle que no tenía modo de entrar a casa. Finalmente, en el último momento, se armó de valor y…

-    ¡NO SÉ DONDE TENGO LAS LLAVES! –dijo en un tono entre sobrenatural, fingido y soberbio- ¿Qué pasa? Las he perdido o me las he dejado en tu casa o me las he dejado en la mía. ¿Pasa algo?

Igual que cuando sumergimos un corcho en agua y lo soltamos éste asciende rápidamente e incluso salta ligeramente sobre la superficie, así fue la reacción de la autoestima de Pedro. “Al diablo los demás, hombre. Soy como soy y me basta. Ya estoy yo al tanto de mi mundo como para que encima tenga que estar pendiente del de los otros. A saber que harían ellos en mi mundo. Morirse de asco, seguramente. Sin embargo, yo, que vivo en un mundo para el que no estoy preparado subsisto mucho mejor que muchos. Me da lo mismo lo que piensen. Ya estoy harto. Que les den a todos por el…”, eran los pensamientos de Pedro, que vomitaba como el inicio de un torrente al que se le acaba de dar una salida antes taponada.

Julián que más o menos se había percatado del razonamiento sentimental o sentimiento racional de su admirado amigo, no pudo contenerse y dándole una nueva colleja le espetó:

-      ¡Así se habla, hombre! Si no tienes las llaves pues no tienes las llaves. Aunque sigo pensando que eres un espécimen de narices. Pues muy bien, hermano, procederemos pues a llamar al telefonillo, si le parece bien al “rey de la memoria”.

No hizo falta llamar al timbre pues el portal estaba abierto.

-      ¡Te juro que no he tocado el botón! –se extraño Julián.
-    No hace falta que me lo jures –y juntando su cara junto al micrófono del telefonillo pregunto-. ¿Hay alguien ahí?

Un profundo silencio les contestó.

-       Subamos pues.

Ascendieron los cuatro pisos por la escalera. Cuando iban por el tercero se dieron cuenta de que estaban subiendo sin haber encendido la luz y no habían utilizado el ascensor instintivamente, como queriendo ocultar su presencia al mundo.

Llegaron al rellano, palparon la pared buscando el timbre de la casa de Pedro y antes de encontrarlo percibieron una rendija por la cual se percibía una luz tenue: la puerta estaba entornada.

-       Bueno Pedro, ¿a qué esperas para entrar a tu casa?

Julián soltó la pregunta con naturalidad, pero sabía que estaba empleando juego sucio con su amigo. A él tampoco le hacía ninguna gracia entrar el primero. Todo aquello era muy raro y temía que cualquier cosa pudiera pasarle al traspasar el umbral de aquella puerta.

-       Esa no es mi casa Julián. Inés nunca hubiera dejado abierta la puerta. Adora demasiado sus propiedades como para arriesgarlas ante cualquier presunto delincuente. Además, conozco el olor de mi casa. Huele a Inés, a ladrillo, a perfume, al perro que tuvimos. A libros y a madera vieja. Ahí no vivo yo.
-       ¿Pero es que no puedes deshacerte de tu vena poética ni en situaciones como ésta? Tiene huevos que al niño le de por el sentimentalismo cuando lo único que tiene que hacer es entrar en su casa para hablar con su mujer.

Julián estaba empezando a estar un poco harto de ejercer su papel de líder de acción que tan alegremente había asumido al principio. La aventura le gustaba, sí, pero le incomodaba la responsabilidad sobre los demás. Era un líder sobre sí mismo, que ya era bastante, porque estaba dispuesto a asumir lo que de malo trajeran sus ganas de jugar con lo desconocido, pero le aterraba la idea de que alguien pudiera sufrir por una decisión suya. Además, sabía que muy frecuentemente decidía de manera errónea, por lo menos errónea para los demás, ya que él estaba convencido que existen elecciones diferentes que tienen diferentes consecuencias, pero que a medio plazo no son ni positiva  ni negativas.

Respiró hondo, dejó la mente en blanco y dio un manotazo a la puerta, que al abrirse chocó violentamente contra la pared. Miró extrañado al fondo del pasillo. Desde una de las puertas salía una luz muy débil e inestable, como proveniente de una vela.

A Julián le recorrió un profundo escalofrío todo el cuerpo. Pedro estaba lívido. Empujó levemente a Julián para que avanzara y éste se revolvió lanzándole una mirada muy poco amistosa. Ambos avanzaban muy despacio. Tenían la garganta seca y les temblaban las piernas. Julián, que iba primero, llegó hasta la puerta y se asomó. Lo único que vio fue una televisión encendida. No tenía sintonizado ningún canal. Los dos amigos evitaron mirarse. Algo los separaba. Julián se sentó delante del televisor y se dedicó a trastear con él para ver si conseguía ver alguna emisora. Pedro se dedicó a recorrer las diferentes habitaciones de la casa. Abría y cerraba cajones, miraba debajo de las camas, dentro de los armarios... Todo ello a gran velocidad. Estaba desquiciado. En un minuto regresó de nuevo a la habitación donde estaba Julián, que seguía liado con el menú del dichoso televisor.

-     Todo está igual -dijo Pedro.
-     Magnífico. Entonces no hay de que preocuparse –le contestó Julián con cierta sorna y sin hacerle mucho caso.
-       Sólo falta Inés.

Al oír eso Julián se sintió como una rata de alcantarilla. A veces sus pensamientos le tenía tan ocupado que se olvidaba por completo de los demás. No tenía muy claro si era egoísmo puro y duro, falta de afectos o simplemente no tenía la capacidad para pensar en dos cosas a la vez.

-      No des todo por perdido, Pedro. Esta situación igual que se ha creado puede desaparecer en cualquier momento Tú no has visto que le haya pasado algo a Inés, yo tampoco a mi familia. Seguro que están bien. Como mucho estarán preocupados por nosotros. O no. Yo que sé. Lo que no entiendo es quién coño ha dejado abierta la puerta.

Pedro no contestó y fue a sentarse al sofá. Julián le siguió harto ya de no obtener nada del aparato de televisión.

-      Es posible que estemos muertos –prosiguió Julián. ¿Por qué no va a ser éste estado el de la muerte? O estoy muerto yo y te estoy imaginando a ti. O estoy drogado, o soñando...
-        Yo existo, te lo aseguro. Estoy sufriendo, confundido... igual que siempre.
-        Comprende que ese no es un argumento que me convenza mucho.
-     ¿Argumento dices? ¿Pero tú crees que los argumentos en esta situación valen de algo? Sí, ya sé. Tú intentas explicar esto de manera científica, intentas buscar pruebas que afiancen la teoría que te parezca más oportuna. Te conozco y sé que en el fondo te lo estás pasando bien. Te traen al pairo los demás, el que toda tu vida anterior haya desaparecido. Tú te has quitado un peso de encima, en cambio yo ahora veo mi existencia sin sentido. No me apetece pasar el resto del tiempo que me quede de vida contigo y en este mundo vacío y oscuro. Antes tenía expectativas ¿entiendes? Esperanza. Esperanza de poder dedicarme a lo que me gustaba con cada vez menos presiones, esperanza de disfrutar de mis hijos algún día, esperanza de envejecer y ser un poco más sabio. Y ahora dime, ¿qué tengo?
-      No tienes nada Pedro. Exactamente igual que antes. Que exista el verbo tener no quiere decir que se pueda “tener”.

Se produjo un incómodo silencio.

-          Es mejor que nos separemos durante un tiempo- comentó Julián con la voz entrecortada. Esta situación nos desequilibra a los dos. Es mejor que nos adaptemos por separado y nos veamos más adelante. Yo me iré, y dentro de un tiempo, no sé cuanto, volveré a buscarte. Si te has ido, deja una nota con tus intenciones.

Julián se levantó, dio una afectuosa palmada en el hombro a su amigo, y salió por la puerta. “Ambos somos seres que llevamos bien la soledad” pensó. “Es mejor esto que no acabar como una relación de matrimonio de ancianos. Además, él tiene razón, me apetece vivir esto solo”.

Al salir al descansillo se dio cuenta que la puerta del vecino de enfrente también estaba entornada. Entró dentro de la casa, ya sin ningún cuidado, y husmeó un poco por todas las habitaciones. Encima de la mesa del salón estaban las llaves de un coche. Sin pensarlo más, las cogió y bajó al garaje. Anduvo por todo el aparcamiento apretando la llave con mando a distancia hasta que parpadearon las luces de un niquelado Audi descapotable. Ahora recordaba a aquél vecino de Pedro. Una vez había subido con él en el ascensor y al ver que iban a la misma planta le había preguntado con un solapado gesto de burla “¿Eres amigo de Pedro?” Él le había contestado lacónicamente que sí, y el otro al ver el maletín que portaba, cambió el ademán y le dijo “¡Ah!, trabajas en JP Morgan, ¿conoces a García-Cordero, el jefe de inversiones internacionales? Somos amiguetes.” Claro que lo conocía, pero le contestó con un mohín: “no tengo ni puta idea de quién cojones es ese. Hasta luego.” Más tarde había comentado la anécdota con Pedro y se habían estado riendo un rato. Pero bueno, ¿qué pasaba? Acaba de estar con Pedro y ya lo echaba de menos. Era demasiado pronto para empezar ya con sentimentalismos. De todas formas luego empotraría el Audi contra una pared. No sabía si iba a servir de algo, pero aquél tipo se lo tenía merecido.


Aguzando el oído
 me detuve a contemplarme
 a mí mismo
desnudo de atributos
 y sin nata que me coronara.
Asumí humildemente mi pequeñez
y comencé a temblar levemente;
 nunca llegaría a saber
 el porqué de mis manos frías.
Necesitado del calor divino
 que nunca conseguiría atrapar.
Aterido, volví a ponerme mis ropas.
Embutido de nuevo en mi piel
 me consolé velozmente
y pisé de nuevo lo sólido
Gracias, máscara, por tu calor.


Lo más difícil no es cumplir el deber sino conocerlo. Vizconde de Bonald


Me quedé mudo cuando Julián me dio una palmada en la espalda y le vi salir por la puerta de aquella que parecía mi casa. Algo se encogió en mi corazón con tanta fuerza que el dolor hizo que mi cuerpo se retorciera ligeramente. Estaba paralizado ante esta situación irreal y anómala. Me sentía profundamente solo. En muchas ocasiones he sentido que yo soy la única persona que existe en el mundo y que todo lo demás es producto de mi mente imaginativa. Este solipsismo se desvanece rápidamente cuando la realidad conocida y verosímil apaga ese estado meditativo y vuelvo a mis quehaceres materiales y a relacionarme con esos fantasmas que son las personas a los que yo proyecto mis sentimientos, dotándolos así de una existencia real. La rutina refuerza por su persistencia mis convicciones, pero basta algún acontecimiento fuera de lo común como una muerte, un accidente o cualquier otro suceso extraordinario para que me replantee todas mis creencias. Así me encontraba yo, en un mundo que no era el mío, en el que no podía disfrutar pues carecía de una mínima seguridad. Si, es verdad que en la vida cotidiana tampoco tenemos ninguna seguridad de nada realmente, pero la mente siempre se adapta y crea falsas seguridades que, al menos, te permiten vivir anulando de la conciencia las incertidumbres.

La actitud de Julián me separaba de él. Su comportamiento me demostraba que su percepción sobre lo que estábamos viviendo era totalmente distinta a la mía. Julián me parecía un extraño y me daba la impresión de que estaba disfrutando, en el auténtico sentido lúdico de la palabra, inmerso en esta situación absurda. No éramos iguales. Mi sentido humano no llegaba a comprenderle.

A la vez, sentía que su comportamiento era totalmente egoísta, pues había antepuesto su placer abandonando a un amigo que necesitaba claramente de calor humano.

Pero mi orgullo, absurdo o no, me impidió rogarle que no me abandonara, que debíamos afrontar esta situación juntos. No lo hice y ya está. Le vi desaparecer y no tuve más remedio que hundirme en mi tristeza, con mi corazón encogido y mi mente espesa.

Lo primero que hice fue marcar el móvil de Inés. Me contestó un fantasma en forma de buzón de voz, como no podía ser de otra manera. Le dejé un mensaje con mi voz temblorosa con una clara sensación de que jamás sería escuchado y se perdería en el éter.

Me asomé a la ventana esperando ver a Julián salir por el portal. Sorprendentemente, observé que se abría la puerta del garaje y que salía por la rampa el que parecía el Audi de mi vecino. No sé cuántas cosas pasaron por mi mente en ese momento, pero la visión del coche multiplicó por mil las hipótesis que pululaban por mi cabeza, trastornándome aún más. Por un lado, me alegré de pensar que había más gente viviendo en aquel mundo, que no estábamos solos Julián y yo. Por otro lado, encontré una insatisfactoria explicación al porqué de la apertura de la puerta de mi casa. En aquel coche podían ir ¡Inés y mi vecino! Pero, ¿por qué escapaban? ¿Iría realmente Inés en el coche? No me cuadraba nada. Deseché todas las hipótesis y me decidí a llamar a todas las casas para comprobar la existencia o inexistencia de más personas. Rápidamente enfilé hacia la casa de mi vecino. Mis primeras sospechas se incrementaron cuando observé que la puerta estaba abierta. Entré con fuerza esperando encontrar algo o alguien que me aclarara la situación. Pero la casa estaba vacía y ordenada. En la habitación la cama estaba hecha y nada parecía indicar una huída. Revisé toda la casa, todos los rincones, cajones, recovecos. Salvo una colección de películas pornográficas, lo cual no era nada extraño dada la personalidad de mi vecino, no observé nada que pudiera llamar la atención.

Llamé al timbre de todas las casas. ¡Nada, absolutamente nada! ¡Ni siquiera unos pasos turbadores que calmaran mi ansiedad! Estaba solo en aquel edificio. ¡Quién sabe si en aquella ciudad! ¡Quién sabe si en el mundo! Tan perturbado estaba que empecé a dudar de si la visión del coche fue real y si todo lo que anteriormente había vivido con Julián era real o producto de un enfermizo sueño.

Volví a mi casa y me tumbé en la cama. Me quedé mirando al techo comprobando como había hecho tantas otras veces cada una de sus imperfecciones. Siempre que tenía problemas y quería relajarme solía tumbarme en esa posición y ponía música de Debussy. El “Preludio a la siesta de un fauno”, “El mar” o sus “Nocturnos” me transmitía la sensación de un mundo ideal, en el que la armonía y la bondad imperaban, rodeado de un ambiente onírico. Cerré los ojos tratando de sosegarme y sin darme cuenta caí en un curioso duermevela. En el sueño aparecía Inés vestida con una túnica blancoazulada y con una gran barba blanca y sedosa. Yo, empequeñecido ante ella, le preguntaba sobre el sentido del mundo. Ella me contestaba en un extraño idioma que yo no podía identificar. Intentaba explicarle que no le entendía, que hablara bien, pero ella seguía hablando y hablando mirándome como si le estuviera entendiendo perfectamente. De repente, surgió una figura angelical, avanzó la mano hacia mi barbuda mujer y ambos levitando desaparecieron por la ventana. En ese momento Julián llegaba escalando por la fachada y me decía que se acababa de comprar un coche nuevo. Yo, haciéndome el interesado por los coches, me asomaba a la ventana y le decía: “bonito Audi, bonito Audi”.

Me despertó un ruido. Abrí los ojos y me incorporé. Tonto de mí, miré el reloj para comprobar el tiempo que había dormido. Sobran las explicaciones sobre el resultado de tal experimento. La opresión en el corazón había remitido un poco. El sueño había asentado las ideas en mi cabeza y empezaba a asimilar la situación. Debía ponerme manos a la obra, pero ¿qué hacer? ¿Por dónde empezaba? ¿Tenía que hacer algo o esperaba sentado tranquilamente la evolución de los acontecimientos? Supongo que el aburrimiento me conduciría a la acción, como a la mayoría de los hombres. La resistencia ante el aburrimiento marca la diferencia entre el hombre de acción y el contemplativo, como era mi caso. El hombre de acción no tiene más mundos que el que considera real. El contemplativo fabrica, construye mundos y es difícil verle aburrido aunque esté sentado sin hacer nada. Por eso, el hombre contemplativo nunca “triunfará” en el mundo de la masa. Ese triunfo se le queda pequeño. No lo anhela. Aspira a algo más, a algo incorpóreo, inaprensible, quizá inexistente.

Había leído no sé dónde que cuando un ser humano tiene demasiadas alternativas donde elegir acaba no decidiéndose por ninguna. El autor argumentaba que cuando se le ofrece a un consumidor una variedad pequeña y conocida de mermeladas suele comprar alguna, pero cuando se le ofrecen muchas el consumidor queda indeciso y no es capaz de decidirse por ninguna. El ejemplo del autor sobre las mermeladas me sonaba un poco extraño. A mí, esta idea era lo que, precisamente, me hacía huir de Internet. Me volvía loco en aquella vorágine de datos y de información sin filtrar.

Así me encontraba yo. Hiciera lo que hiciera no tenía motivos para hacerlo. Tampoco contaba con la presencia de otro ser humano al que poder imitar o criticar, por lo que mis referencias eran inexistentes. El hombre, ese gran imitador, necesita referencias, falsas o no, ficticias o inventadas… Un hombre necesita de un mundo material conocido y fiable al que agarrarse como a una tabla de salvación. El hombre es un naufrago que hace de la balsa su casa. Una vez bien agarrado a la frágil embarcación, los hay que intentan volar con su imaginación, si, pero bien agarrados a la balsa, asegurándose de que sigue ahí abajo.

Cuando llevaba un rato sentado y meditativo, observé los libros que descansaban sobre la estantería de mi biblioteca. Pensé que poco a poco había conseguido una biblioteca bastante aceptable y curiosa. Vi las obras de mis poetas y filósofos preferidos. Allí estaban mudos pero esperando contarme algo mi amigo Schopenhauer, el exagerado Nietzsche, el práctico y feliz Epicuro, el socrático pre- cristiano Platón, el indeciso Unamuno, el sentimental Pavese, el escéptico pesimista Ciorán, el estoico Séneca, mi admirado Bécquer y tantos otros. Durante un momento pensé que me querían decir algo. Me levanté y empecé a hojear algunas obras. Tengo la costumbre de subrayar y realizar anotaciones en los márgenes de cada libro que leo. Cuanto más interesante es el libro más lo lleno de líneas, flechas, admiraciones e interrogaciones, signos positivos y negativos. Me parece que es la mejor forma de dialogar con ellos. Deteniéndome en cada una de las anotaciones y párrafos subrayados comencé a recobrar el ánimo. La lectura es para mí una actividad terapéutica. Muchas veces, infinitas veces, había conseguido sanar mi estado de ánimo dialogando con estos egregios hombres, una pura hipnosis.

Esta actitud literaria hizo que me sintiera el protagonista de una aventura, por lo que decidí pasar a la acción. Por un momento pensé en Julián y sentí cierta envidia ante su comportamiento. ¿Por qué no podía yo actuar de la misma manera y sacarle todo el partido a esta situación?

Decidí salir a la calle y deambular un rato. Cogí una libreta y resolví ir anotando mis pensamientos según fuera transcurriendo la noche. ¡La eterna noche inacabada y supuestamente inacabable que me esperaba!

Salí a la calle y un frío helador abofeteó mi rostro. Pensándolo bien, si el sol no se decidía a salir sería difícil que no hiciera cada vez más frío. Me alegré de haber cogido la bufanda y los guantes. Me dirigí a la plaza del barrio que solía estar siempre más concurrida. Cuando llegué comprobé que todo estaba igual pero sin gente ni coches pululando. Las tiendas de mobiliario, el quiosco de prensa, el Burger King, el banco y su cajero automático con “bicho” dentro. Tomé una de las calles principales con el ánimo de seguir adelante. Cuando llevaba unos trescientos y cuatrocientos metros algo hizo que me frenara:

-          ¿Era cierto o lo he soñado? –me pregunté a mí mismo y en voz alta.
Me volví sobre mis pasos y comencé a correr. Al poco el corazón ya daba muestras de estar realizando un esfuerzo no acostumbrado y sus pulsaciones atronaban todo mi cuerpo. El “bicho” del cajero al que antes me había referido no era otro que el mendigo que habitualmente dormía en el recinto del cajero del banco y que más de una vez me había desquiciado al no permitirme utilizar la máquina repartidora de billetes. Estaba seguro de que por el rabillo del ojo lo había visto cuando pasaba por delante de la puerta.

Una fuerza impresionante me animaba a continuar corriendo. La esperanza de ver a un ser humano distinto a Julián me hacía pensar que todo iba a volver a la normalidad y que toda esta situación irreal se esfumaría como la niebla de una mañana invernal se disipa con la salida del sol. Unos metros antes de llegar al cajero me paré y junté las manos: respirando a bocanadas todo el aire que podía tras el esfuerzo no me atrevía a mirar dentro del habitáculo. Pero dada la ansiedad y la necesidad de saber, me armé de valor y… ¡Allí estaba! ¡Un “ángel” mugriento de unos cuarenta y cinco o cincuenta años tumbado sobre unos cartones.


El dorado impulso va a conocerte
Demasiado ocupado para buscarte
Se empeña en volver por caminos trillados
Y descuida su luz ya difuminada
Un rayo de luz desconoce el final
Y murmura sonriendo para sus adentros
Un leve discurso de tenue importancia
Que descubre pausado su nulo pesar
Un espejo pulido actúa de anfitrión
Un laberinto oscuro prepara el camino
Una mezcla de magia da un negativo
Fuerza creadora de un mismo Dios


Mis deseos son órdenes para mi. Oscar Wilde



Julián salió del garaje y se paró debajo de la casa de Pedro. La luz seguía encendida. La contempló por un momento, pero una sensación de vacío en el estómago le hizo retirar la mirada. Puso el coche en marcha  y tomó de nuevo el camino que habían recorrido anteriormente andando. La euforia de hace unos minutos se había transformado en una cierta desazón. Ahora estaba realmente solo, era únicamente él. Contaba sólo con su percepción para interpretar el mundo, ¿cómo iba a saber si su mirada estaba centrada si no tenía ninguna otra con la que compararla? Tendría que tener cuidado para no caer en la locura, o en ese estado de falta de control sobre sus emociones vitales. Nada ni nadie podía dar ahora un puñetazo en la mesa y decirle que lo que estaba pensando era una estupidez, que podía haber otra forma, otro concepto. Antes creía que un sabio aislado en una cueva podría llegar a un estado elevado de conocimiento a base de reflexión y meditación. Ahora se había dado cuenta que no, que la interactuación con los demás es absurdamente necesaria. Le habían contado un experimento con ratones en el que un miembro de un grupo separado del resto no sobrevivía mas allá de dos días. Sabía que iba a tener una dura lucha por delante para poder superar esto. La soledad estaba en contra de la naturaleza del hombre, pero, a decir verdad, el hombre estaba en contra de su naturaleza en muchos aspectos y desde hace muchos siglos. O mejor dicho, algunos hombres con alma especial preferían la soledad a la alimenticia compañía.

Pero bueno, es lo que quería, ¿o no? Ahora  nada iba interferir, podía hacer y deshacer a voluntad. Era, como alguna vez anteriormente lo había sido en su vida, absolutamente libre. El pensar esto le animó. Pisó a fondo el acelerador de su Audi y rebasó tres glorietas zigzagueando a una velocidad de vértigo. Iba sentado prácticamente a ras de suelo y tenía la sensación de jugar con un simulador de Fórmula 1. Al incorporarse a la autopista llevó la aguja del cuentarrevoluciones del coche hasta el máximo.

Ya no se acordaba del croar de las ranas, del extraño gato, del árbol de grandes hojas. Le parecía que eso había ocurrido el mes pasado, quizá en su vida anterior. Al final de la autopista, la luz roja del primer semáforo que daba acceso a la almendra central de la ciudad le cerraba el paso. Pisó el freno hasta el fondo y el coche se deslizó chirriando por la autopista durante 50 metros, pero sin desviar lo más mínimo su trayectoria. Cuando por fin se detuvo, Julián empezó a reírse, a reírse a carcajadas. Mientras se reía, miraba a su alrededor, a la ciudad deshabitada. Verse allí, solo, en un territorio conocido y desconocido a la vez, con un ostentoso descapotable y riéndose él mismo a carcajadas le parecía la situación más absurda que había  vivido.

El testigo que avisa de la falta de combustible se había encendido, y Julián no pudo evitar relacionarlo con la ruindad que le atribuía al vecino de Pedro. Recordaba una gasolinera cercana y hacia allí se dirigió. Aparcó, cogió la manguera y se llenó el depósito. Esbozó una sonrisa al darse cuenta de que se podía saltar el acto, ahora absurdo, de pagar.

-          Bien, por lo que se ve, de repente soy un millonario de hecho –se dijo.

Pasó las “siguientes horas” paseando con el coche por la ciudad. Todo parecía normal, salvo que no se encontró a una sola persona. La electricidad funcionaba, las fuentes escupían agua, todo se veía limpio. Poco a poco, fue sintiendo hambre. No supo si alegrarse o preocuparse, pero el caso es que pensó en ponerle remedio inmediatamente. En un callejón por el que había pasado anteriormente había visto una pequeña tienda de ultramarinos, de las que ya no se ven en las grandes ciudades. La puerta era un marco de aluminio con un cristal, sin ningún tipo de cierre ciego. Cogió del coche un pesado maletín que se encontraba en el asiento trasero y lo arrojó contra el cristal.

- Siento hacer esto –pensó. Esta tienda es de supervivientes y le queda poco para convertirse en cualquier estúpida franquicia. Prometo pagar los desperfectos si tengo oportunidad.

Entró y se fabricó unos bocadillos de un embutido que casi deglutió Le llamó la atención que el pan estaba fresco y que la fecha de caducidad de los yogures era coherente con el día en el que supuestamente vivía antes de que los relojes se parasen. Cogió algunas latas de conserva, un paquete de pan de molde y lo echó todo al maletero. Estaba cansado. Aparcó a un lado de la calle, reclinó el asiento y se durmió.

Soñó que entraba en la oficina y que, a pesar de que él saludaba con corrección a todo el mundo, recibía a cambio miradas desviadas y respuestas entre dientes. Se sentaba en su mesa y retomaba los papeles del día anterior. Disimulaba haciendo su trabajo pero en el fondo sentía una gran aprensión, nadie le dirigía la palabra y todos recelaban del trato con él. Se sentía muy culpable, y pensaba en lo que había hecho mal. El terror le invadió cuando sonó el interfono y le comunicaron que su jefe quería citarlo en su despacho. Entró allí y lo vio, aparentemente ocupado con el ordenador portátil. Era joven, como él, pero algo en su mirada lo denunciaba como un sádico egoísta, un supuesto líder, una especie de vicioso del éxito personal vestido de Armani.

Se despertó con la angustia que le producía el tener que soportar la opresión de su jefe. ¿Cuánto tiempo había dormido? Ni idea. Qué más daba. Salió del coche y se dio cuenta que le costaba enderezarse. Le dolían los riñones. Probablemente la causa era que se había quedado frío mientras dormía, sumado a la mala postura que había adoptado. “Pero bueno –se dijo-, que hago yo durmiendo en un coche como si fuera un mendigo, si tengo toda la ciudad disponible para mí.” A Julián siempre le había costado asumir su buen nivel económico. Pese a que llegaba muy sobrado a final de mes, le resultaba embarazoso disfrutar de ciertas cosas que el dinero proporcionaba. Tenía algo de inmoral el poner gente a tu servicio, tragando con tus caprichos, sólo para que con el  dinero que les des, ellos puedan hacer lo mismo con otros.

Se volvió a subir de nuevo en el coche y se dirigió al mejor hotel que se le ocurrió. Entró en el amplio “hall”, donde sonaba una suave música de jazz. “No entiendo por qué le dan al jazz ese aura de música elegante e intelectual –pensó-. Es música de baile, swing, ritmo primario. Tiene mucho más de juerga, borrachera y descoloque que de audición sesuda y analítica. En fin, otra muestra más de esnobismo”.

Encaminó sus pasos hacia el ascensor, pero cuando iba a entrar se volvió y subió por las escaleras. Nada le podía hacer menos gracia que quedar encerrado en un ascensor de un mundo deshabitado. Llegó a la última planta y entró por la puerta marcada con el letrero “Suit Executive”. Había estado en buenos hoteles, pero desconocía que una habitación podía tener tantos departamentos como un piso de un barrio señorial. Lo primero que hizo fue tirar el abrigo encima de la cama y salir a la terraza. La vista desde allí era espléndida...



Observo a un ateo y me entran nauseas,
por adorar a un negativo.
Para los materialistas tengo lista
una dosis de escepticismo.
Para los nihilistas tengo preparado
una ración de misticismo intuitiva y sentimental,
¡pura conciencia creadora!
Para los religiosos tengo muy presente
mi dosis de racionalidad.
Ya sé que me pasa:
me encanta reconstruir de las cenizas.


El precio que tenemos que pagar por el dinero se paga en libertad. Robert L. Stevenson


El vaho que salía por mi boca, tras el esfuerzo, empañaba los cristales del banco. Bajé la cabeza, la pegué al cristal de nuevo y contuve la respiración todo lo que pude para poder ver a aquel ser humano… ¡Vivía! ¡Si! Respiraba profundamente sumido en un sueño supuestamente tranquilo. Tenía que despertarle…

-          Señor, si quiere usted sacar dinero, yo me aparto –me espetó, sorpresivamente, con una voz con acento extranjero y medio gangosa por la somnolencia.
-          No, no, no se preocupe, no es eso lo que quiero –le contesté con un ataque de timidez absurdo.

Bastó esa frase para que se incorporara y todavía sentado me dijera:

-          Entonces, ¿qué quiere? Escuche… Veo que está solo y parece una persona respetable. Déjeme en paz. Si quiere sacar dinero, yo le dejo, y si no, no tengo nada que hablar con usted. ¿Entendido?

No sé si doy muchas vueltas a las cosas pero no tenía ni idea de cómo empezar a contarle todo lo que estaba ocurriendo a una persona tan atípica. Por lo tanto, como suele pasarme cuando pierdo la seguridad en mi mismo empecé a tartamudear y a precipitarme.

-          E… esto… Algo pasa, buen hombre.

 Desconozco por qué le llamé así, “buen hombre”. Pero, ¿cómo le trataba? Señor, caballero, mendigo, pobre, tú… Notaba que iba a ser incapaz de poderle transmitir la situación sin que me tomara por un tarado mental. El se limitó a mirarme con un gesto hastiado y de fastidio como pensando “Joder, que cojones querrá este ahora”.

-          E…e…escuche. El tiempo se ha parado –la cagué.

La cagué, porque lo que hizo el mendigo fue recoger sus escasas pertenencias, consistentes en un saco de dormir que guardó en una mochila de cuero viejo, abrir la puerta, mirarme de frente a los ojos y a escasa distancia y comenzar a andar, supongo que intentando olvidarme. Su aspecto era deplorable: greñas, manchas por todas partes… Me daba lástima.

-          Escuche, buen hombre, no es mi intención molestarle, pero tengo que contarle algo que está sucediendo y que también le afecta a usted. Déjeme que se lo cuente, por favor. Es de vital importancia. Si no le convenzo, le juro, que le dejaré en paz –dije, suplicante y siguiendo sus pasos.

Estaba claro que el mendigo me tomaba por un loco de baba y siguió andando, intentando ignorarme como había hecho yo muchas veces con otros mendigos cuando me solicitaban una limosna.

-          ¿No nota algo extraño? No hay un solo coche. No se ve a ninguna persona. ¿Le parece normal todo esto? –insistí.

Siguió andando, pero noté un cierto gesto de duda, como si, de repente, se hubiera percatado de que algo raro, efectivamente, pasaba. El gesto me dio seguridad en mí mismo. Ahora tenía ya claro lo que iba a hacer.

-          Escuche. Voy a seguirle toda la noche hasta que me oiga. Usted mismo se dará cuenta de que algo raro está pasando y querrá hablar conmigo. Es cuestión de paciencia.

El mendigo siguió andando unos metros más, pero, dándose cuenta de que algo raro si que estaba notando y siendo difícil de aguantar a un mentecato como sombra toda la noche, por fin, se decidió y se paró.

-          ¿Y bien? Le advierto que no tengo ganas de hablar con usted, pero, adelante, le dejo que me cuente su problema. Ahora bien, si después no me deja en paz, utilizaré otros recursos menos educados que los que he utilizado hasta ahora.

Sorprendía el tono educado del mendigo. Era algo más alto que yo.

-          Soy Pedro Sastre –le tendí la mano.
-          Yo soy don “Ningún Hombre” –me dijo rechazando mi mano, mirándome fijamente a los ojos y con un tono que yo deduje despectivo.

No puede evitar recordar que Ulises, en la Odisea, cuando está preso por el cíclope Polifemo utiliza una estratagema, diciendo que se llama “Nadie”, para luego poder escapar de su cautiverio. En fin, es lo que tiene ser un literato frustrado.

“¡Dios mío! ¡Tan difícil es contarle a alguien lo que está pasando o es que eres un inútil que ni siquiera sabes convencer a alguien de lo que tiene delante de los ojos!” Era mi crítico alter ego el que me censuraba. ¡Cuánto daría por prescindir a veces de tan molesta voz interior! Lo malo es que llevaba razón. Soy un inútil. Empecé a pensar lo que haría otra persona en mi lugar, y me imaginé a distintas personas contándole al mendigo todo lo que pasaba con un brazo amistoso por encima de sus hombros y con el mendigo asintiendo atentamente.

Sumido en estos pensamientos tuvo que transcurrir algo más de un momento, porque el mendigo me miraba a los ojos expectante:

-          Señor SARTRE, le estoy esperando. No voy a quedarme aquí toda la noche viendo su cara gesticulando con su monólogo interior. No me es nada interesante, se lo juro.

Creo que me ruboricé. Se me había ido el santo al cielo. Tuve que poner una cara algo ridícula, porque el mendigo comenzaba a mofarse de mí. ¿Por qué me había llamado SARTRE, como el filósofo existencialista francés?

-          No, no me llamo Sartre, me llamo Sastre, Pedro Sastre –le corregí.
-          ¡Aaaah! Disculpe. Y su mujer es la señora “desastre”, ¿verdad?

Estaba perdiendo los papeles, definitivamente. Ese chiste me lo habían repetido infinidad de veces mis amigos. Lo soltaban como un chiste que derrochaba originalidad. Ya estaba harto. La forma de llevar el diálogo se me estaba escapando de las manos. El mendigo creía que yo estaba loco, aunque algo raro si se olía, y viendo que era un loco inofensivo tomó la postura de mofarse, para ponerme a prueba y tratar de que le dejara en paz.

Le miré a los ojos y le dije:

-          Escucha, imbécil –¡coño!, empezaba a tutearle-, tarde o temprano, te darás cuenta de lo que está pasando, voy a ser muy paciente, tan sólo te pido, por si quieres ganar tiempo,  que vayas al reloj de la farmacia y compruebes que son las doce y media, si esperas cinco minutos, observarás que son las doce y media y, si esperar dos horas, seguirás viendo que son las doce y media, luego, irás a otro reloj, porque pensarás que ese en concreto se ha parado, y volverás a comprobar que son las doce y media, harás las mismas comprobaciones tantas veces como imbécil seas, cuanto más imbécil, mas comprobaciones, porque no te estás percatando de que no hay un alma por la calle, ni tampoco un solo coche… ¡Y solo son las doce y media de la noche!

Terminé el discurso rojo, de ira y, también por anoxia, al haberlo dicho tan seguido que no hice ninguna pausa para tomar aire en algún momento.

El mendigo se volvió y comenzó a andar en dirección a la farmacia. Yo, mientras tanto, le observé como se alejaba, rezando para que se parara ante aquel reloj de puntitos rojos que también informaba de la temperatura, hacía publicidad del establecimiento y marcaba la hora en un ciclo sin fin.

Efectivamente, el mendigo se paro lo observó, esperó un ratito a que terminara la publicidad, verificó la temperatura, 5 grados sobre cero y, ¡como no! el reloj marcaba las doce y media de la noche.

Los siguientes pasos del mendigo fueron los que yo ya había previsto. Lo que me descolocó es que después de las verificaciones pertinentes, se acercó a mí y me dijo:

-          ¿Y?
-          Al menos sentirás cierta vergüenza por haberte mofado de mí en mis propias narices –le recalqué, por si se le había olvidado la afrenta.
-          Hace tiempo que no siento vergüenza por nada, muchacho.

Me lo dijo, por enésima vez, con una tremenda serenidad y mirándome fijamente a los ojos. Cada vez que hablaba aquel hombre yo me sentía como una babosa a punto de ser pisada por el transeúnte de turno.

Para mí sorpresa, sacó de su abrigo un precioso reloj de bolsillo de los de antes, de los grandes, con los números dorados bajo el azul cielo de alguna piedra preciosa.

-          Muy, muy curioso –comentó mientras miraba su reloj.
-          ¿Marca las doce y media, no? –pregunte, temiendo que aquí se incumpliera la regla de oro del nuevo mundo. Un mundo con reglas absurdas, pero las excepciones lo único que hacen es descolocarte. Debemos, al menos,  poder predecir los acontecimientos menos relevantes.
-          Efectivamente, marca las doce y media.
-          ¿Entonces, qué es lo que te extraña? Ya te lo había dicho yo, incrédulo.

Me volvió a mirar fijamente a los ojos, me penetró con su mirada hasta la amígdala cerebral y…

-          Este reloj lleva parado desde que lo heredé de mi padre. Nunca lo he visto funcionar.
-          ¿Y que hora marcaba últimamente? –le pregunté con toda la lógica del mundo.
-          ¿Y yo qué cojones sé? No me acuerdo. Pero no me dirás que no es curioso que marque las doce y media también.

Hizo una pausa, me puso una mano en el hombro y prosiguió con una clara sensación de superioridad.

-          Oye, muchacho, me caes bien. Al principio te he tomado por un tarado mental. Me he encontrado con alguno a lo largo de mi vida y suelen hacer las mismas tonterías que has hecho tú. Tienes pinta de ser una buena persona. Pero no, contestando a tu comentario de antes, no me avergüenzo de lo anterior, porque he actuado con toda la lógica esperable. Además, tengo que decirte, que hace mucho tiempo que logré liberarme del orgullo. Solo se avergüenza aquel que tiene orgullo, porque cree que ha hecho algo que ha defraudado las expectativas de los otros o de uno mismo. ¿No te parece? Tú más bien tienes pinta de intentar parecer que llevas una vida algo bohemia. Tienes un aspecto quevedesco realzado a conciencia con esa media melena y esa barba con perilla. O mucho me equivoco o intentas convertirte en un intelectual de pacotilla.

Descolocado. Estaba totalmente descolocado con aquel espécimen humano.

-          Yo pensé que lo contrario del orgullo era la humildad –dije intentando obviar el comentario hacia mi imagen y apuntarme un tanto a mi favor.
-          Un gran error, muchacho, un gran error. Hay quien presume de humilde y eso es una de las grandes contradicciones de la vida. He conocido a muchas personas que, asegurando que eran imperfectos, han presumido de ser humildes. Un humilde no puede presumir, por definición. Pretendían ser humildes como un paso hacia la perfección. No te lo pierdas. ¡Patéticos! Absolutamente patéticos. La verdadera prueba de fuego contra el orgullo es no tener vergüenza. Y tú, muchacho, ya te has ruborizado bastante en lo que llevamos hablando, lo cual quiere decir, que tienes mucho orgullo, que te produce sufrimiento. Porque tienes que saber, muchacho, que el orgullo para lo único que vale es para sufrir.

Lo siguiente que me vino a la mente es que este hombre era un prepotente redomado. Iba de perfecto, lo cual resultaba increíble porque no se trataba más que de un mendigo. ¡Un pobre y desarraigado mendigo! Empezaba a estar furioso por el tono que estaba utilizando de absoluta superioridad. “Muchacho, muchacho”… ¡pero quién se había creído que era!

-          ¿Ni siquiera te avergüenzas por tus malas acciones éticas?
-          No. Si cometo una mala acción, que no suelo prodigarme en ello, me encuentro mal, pero no me avergüenzo.  Pero, ya está bien de hablar. Tengo hambre. ¿No tendrás nada para darme de comer, no?

“O sea. Hace un momento me estaba dando lecciones con un tono de profesor sabio, y ahora me pide de comer. Bien. ¡Qué nochecita, dios mío, qué nochecita!”.


La Verdad es
 lo que yo veo y los demás no;
lo que yo no veo y los demás sí;
 lo que vemos todos;
 lo que siento pero no veo;
 lo que intuyo pero no veo;
 lo que toco;
 lo que imagino.

 Lo que Es.



La ciencia está orgullosa por lo que sabe; la sabiduría humilde por lo que no sabe. William Cowper



Volvía a repetirse la historia de esa noche: iba de nuevo hacia mi casa pero esta vez no acompañado de Julián, si no de un “sabio” mendigo que me estaba toreando.

A fuerza de ser sincero, y mira que me cuesta reconocerlo, sus comentarios acerca del orgullo habían herido mi idem, lo que resaltaba aún más la patética imagen que de mí mismo me estaba formando. La situación no podía ser más confusa. Mi única compañía en aquel mundo de repente desconocido resultaba ser la del extraño y familiar mendigo al que no conocía pero que había visto muchos días. Aquel mendigo me estaba dejando a la altura del betún cada vez que él o yo abría la boca, por lo que la sensación de soledad no hacía más que incrementarse de manera exponencial al tiempo, que, además, no transcurría (vaya tontería acabo de decir, pero, ¿cómo explicarlo?).

Pues bien, cuando íbamos subiendo las escaleras (otra vez volví a “olvidarme” del ascensor) me percaté por segunda vez en la noche de que no tenía las llaves de mi casa. En seguida vinieron a mi cerebro los jocosos futuros comentarios con los que el mendigo seguiría hundiendo mi autoestima. No obstante, decidí seguir adelante y recé para mis adentros suplicando que me hubiera dejado la puerta abierta de mi casa. Cuando llegamos al descansillo, observé con una mezcla de alivio y ofuscación, que la puerta que seguía entornada era la de mi vecino, por lo que decidí simular, al objeto de mantener a flote mi autoestima de manos de aquel espécimen, que aquélla era mi casa.

-          Adelante, adelante, pasa –invité al mendigo.
-          Muchas gracias. –dijo mirándome fijamente- ¿Tienes la costumbre de dejar la puerta abierta? De haberlo sabido antes hubiera venido a hacerte una visita aprovechando alguna ausencia.

¡No dejaba pasar ni una! Aquel dichoso ser no hacía más que sacarme de quicio. Pero, ¿qué le respondía? Opté por guardar silencio y entré directamente al salón.

-          Sírvete lo que encuentres. Imagino que tendremos algo de comer. Yo, mientras, voy a servirme una copa de whiskie –si lo encuentro, pensé.

Mientras el mendigo se dirigía a la cocina yo empecé a abrir los distintos compartimentos del mueble para encontrar el deseado licor. Pero, presintiendo algo, giré la cabeza y observé como mi búsqueda era examinada por el mendigo desde el fondo del pasillo.

-          ¿Te ayudo? –me dijo.
-          ¡Oh, no, no! No hace falta, ¿Por qué…? –tartamudeé.

Y otra vez maldije mi personalidad, al mendigo y a mi microscópica autoestima.

Cuando por fin logré encontrar la botella de “Four Roses” (se ve que mi vecino era adicto al bourbon y no al whiskey), “Ningúnhombre” comenzó a realizar comentarios que yo no llegaba a oír nítidamente por lo que me acerqué a la cocina.

-          Joder, macho, eres un tipo muy raro, de verdad. Hasta empiezas a caerme bien. ¿Se puede saber donde tienes el pan, el salchichón, el queso, la coca-cola y todas aquéllas cosas que la gente corriente come? Sólo veo caviar del caro, paté de oca, champán francés, vino de reserva, pan para canapés, restos de una comida que aparenta ser china y nada más. Ahora bien, si pasamos al compartimento de los congelados… ¡lleno! No cabe nada más. ¿Tú te alimentas de esto? ¿Y estás vivo?

Di media vuelta y salí de la cocina. Tomé la resolución, más por no saber qué decir que por otra cosa, de obviar los comentarios de mi invitado a aquella que no era mi casa.

Al rato, apareció el mendigo. Traía una bandeja llena de caviar, panecillos de canapés y un vaso lleno del champán.

-          No te prives de nada –le dije.
-          Hubiera preferido un buen par de huevos fritos con chorizo y patatas y una helada cerveza mahou cuatro estrellas, chaval. No sé si seré capaz de comerme esto. Pero, cuando aprieta el hambre… Pero, ¿qué haces que no has puesto la tele, hombre? Ponla, ponla, vamos a ver algo de esa telebasura. Joder, macho, eres un malísimo anfitrión. A los invitados no se les hace servirse sus propias vituallas. Se les trata con dignidad y se le ofrecen todos los placeres al alcance del señor de la casa. No, no insistas, no volveré, no te preocupes.

Guardé un profundo silencio y continué dando pequeños sorbos a mi bebida, esperando encontrar en ella la inspiración y la rapidez mental necesarias para contestar las bufonadas de aquel individuo.

-          Mío es el mundo: como el aire libre,
Otros trabajan para que coma yo;
Todos se ablandan si doliente pido
Una limosna por amor de Dios.

El efecto del bourbon no se hizo esperar. Mi mente empezaba a funcionar y quedé muy satisfecho al recitar el comienzo del poema titulado “El mendigo” de Espronceda. Sentí que aquel atinado ejercicio de erudición impresionaría a mi fortuito acompañante.

-          Mal revuelto y andrajoso,
Entre harapos
Del lujo sátira soy,
Y con mis aspecto asqueroso
Me vengo del poderoso
Y adonde va, tras él voy.

Sorprendido quedé al ver que Ningúnhombre continuó con otra estrofa del poema. Mi erudición había sido contrarrestada por una muestra de cultura sorprendente de mi atribulador acompañante.

Y para continuar la tortura, se levantó del sofá y se acercó al mueble del salón en el que se podían entrever los lomos de algunos libros que allí descansaban.

-          “El Código da Vinci”, de Dan Brown, “El alquimista”, de Coelho, “Los Pilares de la Tierra” del Ken, “El diario de Bridget Jones” de dios sabe quien, “Lo mejor que le puede pasar a un cruasan”… Bueno, bueno, veo que tu nivel cultural se lo debes a auténticas obras maestras, amigo.

Debía haberlo imaginado. Hacer pasar por mi casa la de mi vecino “el imbécil” tenía sus consecuencias desagradables. ¡Ya estaba harto!

-          ¡ESTA NO ES MI CASA! ¿VALE?
-          ¿No me digas que tú también eres un mendigo y nos hemos colado en esta casa?
-          No. No. Nooooooooo. Escucha, ya estoy harto de tus continuos comentarios. No haces más que intentar picarme. Vale ya. Ya lo estoy pasando lo suficientemente mal como para que encimas te rías de mí todo el tiempo. La paciencia tiene un límite. Te propongo que varíes tu actitud y nos tratemos con respeto.
-          Acepto, caballero. Este toque de humildad lo deberías haber tenido antes. Una persona que vive en una casa y no sabe donde están las bebidas es lo suficientemente mentiroso como para que yo no le tenga respeto. ¿Entiendes? ¿Por qué me has dicho que era tu casa? ¿Recitas a Espronceda y luego lees la mierda de libros que tienes? Algo no me cuadraba. ¿Te crees que soy tonto?
-          Vale, lo asumo. Dije que era mi casa porque he perdido las llaves de la mía, que es la de al lado. Fue una niñería… El puto orgullo, ya lo sé.
-          Vas aprendiendo, amigo. Tienes buen fondo, lo presiento. Pero estás lleno de ideas preconcebidas. Estas alienado. Te falta lucidez. El principio de todo es la humildad. Sin miedo al fracaso, sin miedo al ridículo, las cosas funcionan mejor. Debes saber que si recibir una mentira duele, decirla, también debe doler. Sobre todo cuando lo que se intenta ocultar es tu propia personalidad. Eres un despistado. ¡Acéptalo! ¿Por qué tienes que darme a mí una imagen distinta? Tú te sabes despistado. Sabes que eso te posibilita el adentrarte en otros mundos imaginativos mucho más ricos. ¿Por qué te avergüenzas de ello?

El mendigo pasó su brazo por mis hombros. El contacto físico me sirvió de alivio inmediato. Lo cierto es que estaba completamente confundido. Aquella extraña situación, junto con lo grotesco de lo vivido, era motivo suficiente como para estar completamente perturbado.

-          ¿Cuál es tu nombre? –le pregunté, tratando de comenzar a conseguir cierta lucidez mental.
-          Ya te he dicho que me desprendí de mi nombre hace tiempo. Fue una de las primeras medidas que tomé cuando inicié mi camino. El nombre que me pusieron mis padres no tiene ninguna importancia, yo respondo al nombre de Ningúnhombre. Es con el nombre que más cómodo me siento. No te engaño, créeme. Para abreviar puedes llamarme NH, y por favor no hagas el chiste hotelero.
-          ¿Has dicho “camino”?
-          Si, eso dije. Veo que estás atento a lo sustancial y dejas pasar lo anecdótico.
-          ¿Y a qué te refieres, exactamente?
-          A la nueva vida que empecé.
-          ¿Cuánto tiempo hace que eres mendigo?
-          No, no exactamente. No te he dicho que cuando inicié mi camino empezara a ser mendigo.
-          Yo, cuando viajo, lo que más me gusta es la vuelta, porque veo las cosas cotidianas de otra manera.
-          Efectivamente, amplitud de miras. El problema es que la mayoría de la gente cuando viaja quiere llevarse consigo el modo de vida de su lugar de origen en vez de dejarse empapar por el modo de vida del lugar de destino, con lo que el mundo se está convirtiendo en una aldea global masificada. Frente al Potala, ya hay una discoteca techno. Dicen que los monjes meditan al ritmo del bacalao… y se hacen versiones utilizando el mantra OM.
-          ¿No te gustan los turistas?
-          Ni sí, ni no. Lo que no me gustan son los efectos del turismo. El turista tiene todo el derecho de viajar así. No todo el mundo tiene que tener tus mismos gustos, eso no sería deseable, yo amo la diversidad. Hay gente que prefiere ver cosas pero con todas las comodidades. El problema no es el turista sino el turismo que está acabando con la diversidad. Pero, hablemos de ti. ¿Vives sólo?

El poder de las palabras. La pregunta actuó exactamente igual que un cuchillo que atravesara mi corazón. De repente, me percaté de que Inés había desaparecido, de que no había gente en las calles, de que estaba viviendo una terrible pesadilla. Aun así, contesté:

-          Hasta hoy vivía con mi novia.

Pareció no darse cuenta del “hasta hoy”.

-          ¿Y lleváis mucho?
-          Dos años, pero viviendo juntos, cinco meses.
-          ¡Ah, la convivencia en pareja! Eterna contradicción a la naturaleza. Eterno esfuerzo por unir lo polos que se repelen. No me extraña que acabéis agotados diariamente.
-          ¿Qué quieres decir?
-          Si hay algo que tengo claro, es que nunca viviré en pareja. La pareja, para su éxito, requiere de personas acomodadas, cobardes y mentirosas.
-          ¿Quieres decir que yo soy un acomodado, cobarde y mentiroso? –pregunté a la defensiva.
-          No, hermano mío. Por eso te auguro poco éxito en tu pareja. Lo que quiero decir es que para que una pareja dure, el par de seres humanos que la integran, deben ser acomodados, cobardes y mentirosos. Acomodados, para odiar cualquier cambio de vida radical. Temerán tanto la descomposición del matrimonio que preferirán vivir tal y como están y aguantarán carros y carretas. Cobardes porque el fin último de la pareja es procurarse mutua seguridad. Muchos aventureros se han casado, si, pero muy pocos han tenido éxito en sus parejas, porque las personas curiosas no soportan el aburrimiento de convivir continuamente con una misma persona y no temen la inseguridad. Y mentirosos porque, a diferencia de la amistad, que no la necesita, los perfectos emparejados se ocultan continuamente cosas que pudieran arruinar su convivencia, hecho asumido por ambos, pero al mismo tiempo, “olvidado” gracias a nuestra demente mente, si sirve la cacofonía que acabo de pronunciar.
-          Me pareces muy radical.
-          Cierto. Soy muy radical. Para que voy a andarme con discursos equilibrados. Soy libre y digo exactamente siempre lo que me da la gana. Siempre.
-          ¿Prefieres la amistad?
-          Evidentemente. La amistad verdadera no exige nada a cambio, es siempre voluntaria y, lo que es más importante, se da entre personas semejantes en lo sustancial. Sin embargo, la pareja está contaminada por el físico, por el sexo, es decir, por pasiones nada espirituales. Si tú eres amigo de alguien verdaderamente, compartes una idea espiritual de la vida. ¡Eso no es fácil desunirlo! Nunca habrá mentiras, porque una traición a un  alma semejante es una traición a tu propia alma.
-          Has arruinado el canto al amor de los poetas –añadí bromeando.
-          Los poetas, que son gente eminentemente espiritual, han cantado infinidad de versos al amor que es una faceta puramente física y corporal del ser humano. El sexo es una función pasional, y degrada el pensamiento espiritual puro. Un hombre enamorado es tonto, pero un hombre insatisfecho sexualmente es peligroso.
-          ¿Tú nunca te has enamorado?
-          Si por enamorado entiendes un capricho sexual transitorio acompañado de un cierto estado imaginativo de la perfección del otro, la respuesta es no.

NH volvía a dejarme pensativo. Las ideas de este hombre no conseguían convencerme, pero si que provocaban en mí ciertas contradicciones propias que me perturbaban. No tenía muchas ganas de discutir este tipo de cuestiones, teniendo en cuenta que me hallaba con un hombre extraño, pero NH comenzaba a fascinarme, por lo que tiré del hilo.

-          No todo es sexo en la pareja –continué.
-          Cuestión de grados: en algunas personas más y en otras, menos. ¡Qué casualidad! Normalmente los ricos o los guapos siempre han estado con guapos ¿Tú crees que el objeto de amor al que cantan los poetas sus bellos sonetos sería el mismo si hubiera nacido veinte años antes? La naturaleza, Pedro, necesita de una estratagema para lograr sus fines que es la supervivencia de la especie, lo que según Schopenhauer es la voluntad de vivir o el Dios es Amor de los cristianos. Cuando ha culminado el acto amoroso todos los machos experimentan un cierto desencanto, un aburrimiento de su pareja. La naturaleza está hecha para que el hombre sea polígamo. No en la misma medida la mujer. La fidelidad del matrimonio si se sostiene, está basada pues, en el engaño y en el no deseo de problemas, además de que pasado un tiempo del máximo esplendor corporal, el individuo tiene cada vez menos candidatas y tiene que consolarse con lo que hay o pagar por los servicios. ¿No dirás que lo que digo no lo demuestra la experiencia todos los días?
-          Ahora que dices esto, lo que no entiendo es por qué hombre y mujeres no tienen el mismo ciclo para llegar al clímax. Parece como si la naturaleza no quisiera que la mujer disfrutara con el sexo y provoca en el varón la eyaculación normal, que en muchos casos es precoz, salvo si se hace un esfuerzo más o menos grande, según el caso.
-          Cierto, además el sexo lo hemos rodeado de un halo de ternura que no tiene. El sexo es pura violencia, pero el hombre empeñado en educar socialmente sus pasiones trata de suavizarlo.
-          ¿Prefieres la castidad?
-          No, porque el sexo es un placer al que no debemos renunciar de ningún modo. No creo en la pareja, ni siquiera como medio para conseguir un placer sexual periódico, pues el sexo necesita de la novedad. Muchos se culpan de su escasa apetencia y se les critica por su falta de imaginación para estimularse.  La imaginación necesita motivos, alimento, cosas nuevas… Por otro lado, creo que si todos los hombres estuviéramos castrados el nivel de delincuencia se reduciría sustancialmente, pero…

En ese momento oímos unos pasos en la escalera y una voz que gritaba:

-          ¿Pedro, estás aquí? ¡Pedrooooo!

Rápidamente me levante del sillón y corrí al descansillo:

-          Aquí Julián, estamos aquí.

Ví a Julián acercarse hacia mí totalmente embutido en su abrigo, pálido y con muy mal aspecto.

-          ¡Dios, qué frío hace, macho! Lo llevamos claro. ¿Qué cojones haces en la casa del vecino? ¿Por qué has dicho “estamos”? ¿Está Inés contigo?
-          Tranquilo, Julián, tranquilo. Pasa. ¡Estás helado! ¿Tanto frío hace en la calle?
-          No te lo puedes imaginar. Estamos a cinco grados bajo cero. No podemos seguir así. No entiendo nada. ¿Y tú, que tal? –preguntó totalmente desanimado.

Nada más entrar en el salón, Julián se paró de golpe.

-          ¿Y este quién es? No estamos solos, Pedro. ¿Has encontrado a alguien más? Yo no he visto a nadie por la ciudad.

El estado de Julián era lamentable. Venía aterido de frío y mostraba ciertos síntomas de un desconcierto profundo, pues no hacía más que hacer preguntas y ni tan siquiera esperaba a la respuesta.

-          Te presento a Ningúnhombre. Es el… hombre –estuve a punto de decir mendigo- que habitualmente duerme en el cajero del banco. Seguramente lo habrás visto alguna vez.
-          Pues sí, ahora que lo dices… si.

Julián, que era un ser muy poco discreto, paseó su mirada desde las roñosas botas de NH hasta sus enredadas melenas, deteniéndose en cada una de las manchas que estampaban su indumentaria. Mi cuidadosa consideración hacia NH fue totalmente innecesaria porque enseguida añadió:

-          Efectivamente –dijo NH- soy el mendigo del barrio. Veo que estamos en una situación curiosa. Al menos no estamos solos, Pedro. Me engañaste cuando me encontraste.
-          Dejémonos de recriminaciones. Estamos en una situación bastante absurda como para que encima tenga que dar explicaciones. Julián, no estamos solos, justamente cuando tu te fuiste ví salir a nuestro “queridísimo” amigo y, dueño de esta casa.
-          ¿Y qué te dijo? –preguntó Julián.
-          No. Nada. No pude hablar con él. Lo vi desde la ventana. Salía del garaje con su coche. Pudiera ser –dije esperanzadamente- que Inés fuera con él.

Una ligera sonrisa teñida de una profunda decepción surcó los labios de Julián.

-          Pues estamos buenos –añadió-. Ese del coche era yo. La puerta de esta casa estaba abierta cuando salí. Entré, no pude resistirme y cogí las llaves para darme una vuelta con su “adorable” coche. Te juro que he estado a punto de estamparlo contra una pared. Es más, no recuerdo que le haya puesto el freno de mano, con un poco de suerte…
-          O sea que eras tú –dije tristemente y mirando al suelo.
-          Si, siento decepcionarte. Eso no es lo peor, Pedro, la temperatura no hace más que bajar. Si no sale es Sol lo llevamos claro. ¡Ya ha bajado más de diez grados!

Miré por la ventana. La blanca escarcha comenzaba a cubrir ya el césped de los jardines, mientras que la luz ya no se reflejaba en el agua de los charcos; una gruesa capa de hielo blanquecina los cubría. El viento había amainado, y la Luna seguía brillando con fuerza. Ni una sola nube ni… nadie.


Alguien dijo que la comedia
 no es sino tragedia más tiempo.


Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras esperan la gran felicidad. Pearl S.Buck



Se levanta el telón. Vemos una habitación con una decoración confortable. Se ven algunos cuadros impresionistas. A la izquierda del escenario hay una ventana a la que se asoma Pedro. En el centro hay un sofá, donde está sentado NH y a la derecha un sillón mecedora en el que está sentado Julián. Enfrente del sofá una mesa de salón con restos de comida en una bandeja. La habitación iluminada con luz tenue parece cálida y acogedora. Predomina el color rojizo, la madera y alfombras. Sólo falta una chimenea.

PEDRO: ¿Qué hora marcaba el reloj del coche?  (Dirigiéndose a  Julián de forma esperanzada.)

JULIAN: (Apáticamente) ¿Te respondo? Por cierto, mucho coche y luego la mitad de las cosas no funcionan. Tanto el velocímetro como el cuentarrevoluciones no funcionaban, enseguida que el coche comienza a moverse las agujas se van a lo máximo y marcan más de 250 por hora.

Tras una silenciosa y corta pausa.

NH: ¡Lógico!

JULIAN: Oye, que se trata de un Mercedes, caro caro.

NH: Es lógico que cuando el coche comience a moverse, las agujas marquen lo máximo.

PEDRO: ¿Qué quieres decir?

NH: Observo con preocupación que vuestros conocimientos de física no dan ni para el graduado escolar.

El desagradable sentido del humor de NH parece sorprender a Julián.

JULIAN: ¿Y este de qué va? (dirigiéndose a Pedro)

Con un suave movimiento de cabeza Pedro apacigua su incipiente deseo de venganza y le tranquiliza. NH que no rehuye el conflicto  añade:

NH: Voy de lo que me da la real gana, amigo. Si aplicáis la fórmula de la velocidad, hallaréis la respuesta a tan prodigioso enigma.

JULIAN: ¿Qué tiene que ver la velocidad con que un aparato eléctrico no funcione? ¿De dónde has sacado a este tío?

PEDRO: Lo mío es la literatura y las humanidades. De física no tengo ni idea, pero creo que Julián lleva razón, ¿qué tiene que ver?

NH mira a uno y al otro. Una sonrisa socarrona se transparenta en su rostro. Parece estar disfrutando.

NH: ¿Os doy una pista?

El rostro de Julián parece iluminarse presa de una gran satisfacción.

JULIAN: ¡Velocidad infinita. Claro. Si el coche recorre un metro y el tiempo no ha transcurrido, el coche se está moviendo a infinitos kilómetros por hora, por lo que la aguja se desplaza hasta tocar con el tope!

NH: Muy agudo, Julián. Pero te ha costado. Sin embargo, a Pedro, ni se le había pasado por la cabeza.

Pausa. Los ánimos parecen más relajados, pero enseguida comienza el nerviosismo de Julián dado que sigue moviéndose ansiosamente por el escenario.

NH: Hermanos, no podemos desanimarnos. Está prohibido desanimarse. El futuro no existe. Apliquemos el “carpe diem” de Horacio, el “aquí y ahora” del budismo, dejémonos llevar por la corriente del Tao sin intentar poner resistencia…

JULIAN: Por una vez llevas razón NH. Aunque no sé si te has percatado de que lo que nos preocupa es no salir del “ahora”.

PEDRO: Vamos a ver. Una cosa es que no funcionen los relojes y otra muy distinta es que no transcurra el tiempo.

JULIAN: ¿Y la Luna? ¿Y el Sol? ¿Pero, qué estáis hablando? ¿Os habéis vuelto locos los dos?

Tras una mínima pausa, NH continúa.

NH: Si razonamos, siempre encontraremos contradicciones, lugares donde no llega la razón, y donde es el sentimiento el que domina. Me pregunto si vosotros en vuestra mal llamada vida normal teníais respuesta a todas las preguntas. ¿Sabes lo que hay después de la Muerte, Julián?

JULIAN: Eso es desconocimiento pero no una contradicción.

NH: Muy hábil. ¿Sabrías explicarme algo totalmente demostrado matemáticamente, es decir, racional, pero imposible de comprender como el infinito o como la palabra “siempre”,  “nunca” o “nada”? Se convive con la incertidumbre, más o menos velada por la costumbre, como si nos pusieran una venda para cubrirnos nuestros ojos. La venda nos la podemos quitar cuando queramos, pero hay gente a la que le molesta ver y prefiere no pensar para no desequilibrarse. ¿Eres tú uno de ellos? Ahora, que la costumbre no embota tu lucidez te sorprende no encontrar una explicación lógica a algo? ¿Es eso coherente?

JULIAN: O sea, lo que tú quieres es que no me preocupe por lo que está pasando ahora, porque habitualmente no me preocupo por lo que no entiendo o desconozco.
  
NH: (desganadamente) Haz lo que quieras.

JULIAN: Vale, ya está. No lo consigo.

Pausa.

JULIAN: (dirigiéndose a NH) Se te ve muy tranquilo.

NH: ¿Y qué es lo que me obliga a estar nervioso, criatura?

PEDRO: (irónicamente) Nada, nada. Estamos aquí reunidos tres amigos pasándolo estupendamente. ¿Qué nos debe preocupar?

JULIAN: (siguiendo la ironía) Mañana cuando nos levantemos ya nos preocuparemos. Mientras tanto, disfrutemos de la noche. Jo, qué noche más larga, quién la hubiera pillado en mi juventud!

Pausa

NH: (mirándose la palma de las manos) La vida es duda.

JULIAN: (con apatía) Amén.

PEDRO: (dirigiéndose a Julián)  No sé lo que me preocupa más: si la actitud impasible de NH o la extraña desaparición de la gente.

NH: Y no olvides que no pasa el tiempo.

Dicho esto NH se tumba en el sofá pone las piernas en el respaldo y la cabeza rozando el suelo, es decir, se pone al revés. Julián y Pedro se miran.

JULIAN: Yo lo tengo muy claro. A mí lo que me está poniendo nervioso es éste.

NH: La vida es duda, hermanos. Nada tendremos que sea definitivo. Desde que nacemos estamos condenados a muerte. Podemos mirar a la muerte a los ojos y esperarla hasta desearla, o taparnos los ojos envueltos en nuestras rutinas y falsas seguridades, temiéndola y escondiéndola. La vida jamás me ha mostrado respuestas y verdades definitivas. Nunca. Casi por eso deseo morir. Tras ella se encuentra la única probabilidad de encontrar por fin un sentido a todo. ¡Oh, esperanza escondida, acógeme en tu seno!

NH sigue en su ridícula posición. Pausa de 30 segundos. Julián se levanta silencioso pero realizando leves aspavientos con sus brazos, como manteniendo un intenso diálogo interior. Mientras Pedro sigue sentado silencioso y cabizbajo.

NH: Si. Lo que siento es un ligero miedo esperanzado ante el inevitable cambio de conciencia. Mientras tanto, esperando, siempre sereno, sereno, se re no, seee reee nooo, seeeee reeee noooo. Imaginad que fuésemos inmortales, pensadlo, sería insufrible, rutina, rutina, y más rutina. Careceríamos de la última esperanza de felicidad. Por eso la muerte es la esperanza escondida. Todos, en el fondo, la deseamos, todos. Queremos que esté ahí, haciéndonos compañía, pero a la vez nos asusta su presencia. Los momentos en que más nos asusta es cuando estamos inmersos en nuestra alienante rutina repleta de problemillas revoloteadotes. Nuestra mente, obtusa, alienada, crea una falsa seguridad, que no soporta la muerte, y solo quiere omnipotencia, poder, poder de elegir lo que queramos, poder para ser los mejores.

JULIAN: Eso es puro nihilismo.

NH: Te equivocas, bocazas. Estoy elucubrando, tal y como hacéis vosotros. Pero mis elucubraciones me producen serenidad.  A vosotros os producen ansiedad.

PEDRO: Ya. Y, ¿por qué no te suicidas y acabas antes?

NH: Ahhh, Pedro. Eterna pregunta. Eterno conflicto interior. Por cierto, ¿sabéis que así, vistos del revés, resultáis como una especie de objetos si alma? No me reconozco en vosotros… (pausa) Nihilismo… niiiiii hiiiiii liiiiis moooo… (dirigiéndose a Julián) ¿Tú sabes lo que significa esa palabra?

JULIAN: Intentar reducir la vida a nada. Intento absolutamente inútil, por otra parte… No has respondido a mi amigo, suicida frustrado.

NH: Intento reducir la vida a nada cuando la vida me molesta. Intento exprimirla al máximo cuando acompaña a mis deseos. Nada más. Por eso no me suicido. Sé que tarde o temprano moriré. También sé que, a veces, disfruto viviendo y que cuando sufro puedo alcanzar a voluntad ciertas dosis de serenidad. Solo acortaré mi viaje si sufro. Aunque, de veras, es difícil sufrir si siempre tienes al lado la liberación del suicidio. Es mi medicina. Cuando más hablo de él, menos necesitaré utilizarlo. Es mi adrenalina en frasquitos.

PEDRO: NH, me parece bonito lo que acabas de decir, por muy duro que resulte estar hablando así de la salvación del suicidio. Contrasentido aparente, pero efectivo. Pero mi duda es si merece la pena vivir.

NH: Dejándome llevar por el cuerpo. Deseando lúcidamente, discriminando los costes del tener, del aparentar, del compromiso. Si maximizo estos tres conceptos LIBERTAD, CURIOSIDAD y SEGURIDAD. Se muerden unos a otros, no se llevan nada bien.

JULIAN: Confieso que me he perdido.

NH: Vamos que no me suicido porque no me da la gana, que es una forma burda de decir que en mi estado de conciencia actual el deseo de suicidarme no predomina sobre los demás deseos.

Se incorpora y se pone de pie.

NH: ¿Queréis un café?

PEDRO: Para mí uno con leche, por favor.

NH hace mutis. Julián se mantiene callado y sigue dando nerviosos paseos por la escena.

JULIAN: Este tío es un iluminado.

PEDRO: Eso parece, pero a mí me produce seguridad.

JULIAN: Sí, claro, otro iluminadillo. Tú ves a este tío como un gurú y yo como un tarado. Pedro, no te soporto cuando tus musas te acompañan. ¿Te devuelvo a la realidad?

Julián se acerca a la ventana y la abre. El rugido del viento entra en la escena acompañado de pequeños trozos de hielo.

JULIAN: Mira, ahí está. Mirándome fijamente, impasible. ¡Dios mío, hace un frío polar!

Cierra la ventana.

PEDRO: ¿Quién te mira?

JULIAN: (apático) La Luna, Pedro, la Luna.

Pausa de un minuto. Julián continúa paseando. Pedro en un sillón jugueteando con un cenicero. Aparece NH.

NH: Lo del dueño de esta casa me parece kafkiano. No hay leche y solo tiene café soluble marca…

PEDRO: Pues yo quiero uno solo de esos bien calentito. Aquí hace un frío de muerte. (Dirigiéndose a Julián) ¿Por qué no subes la calefacción?

JULIAN: Porque si la subo más me cargo el mecanismo. Hace ya un buen rato que la calefacción está a tope.

NH hace mutis. Cae lentamente el telón. Durante un minuto suena la música de la Cabalgata de las Valkirias, de Wagner. Acto seguido sube el telón. Pedro se ha tumbado en el sofá y Julián lo ha hecho en la alfombra y está jugando con una pelota de tenis que lanza hacia arriba. Aparece NH.

NH: Dos cafetitos bien calentitos… ¡Qué maravilla! Hubiera preferido un buen expreso con leche… y también otras cosas  ja, ja, ja…

Acerca el café a Pedro y se sienta. Comienza a rebuscarse en los bolsillos. Saca una piedra marrón oscuro.

PEDRO: ¿Te vas a hacer un canuto?

NH: O dos, los que hagan falta. ¿Queréis? (Continua hurgando en sus bolsillos) ¡Maldita sea, no tengo papelillos! ¿Lleváis vuesas mercedes este preciado bien?

JULIAN: Pues no.

PEDRO: Yo tampoco, no suelo fumar.

NH: ¡Me cachis! (se levanta y comienza a buscar por los cajones)

JULIAN: (con desgana) No sigas buscando. No se lo que vas a encontrar. Yo tengo tabaco.

NH, con habilidad, se prepara un porro, lo enciende y se acomoda en su sillón.

NH: ¡Aaaahhhhhh! Qué haríamos sin estos placeres (da una bocanada, mantiene el humo en sus pulmones y lo expele lentamente, por la nariz). Cuando me hice mendigo, lo hice buscando la máxima libertad. Pensé que los eremitas eran hombres que habían ido a buscar sin hipocresías la libertad. Lo que encontré fueron otras cadenas de esclavitud. ¿Es libre aquél que está a merced de las condiciones climatológicas, de procurarse alimento, de buscar refugio y que no consigue estar confortable? Pues no. (Da otra calada) Observad cómo cambiará mi percepción de la realidad en unos instantes. ¿Cuál es la verdadera? (Ofrece el porro a Pedro que lo acepta).

PEDRO: Las drogas, utilizadas lúcidamente, es decir, pensando en el largo plazo, son una fuente de conocimiento admirable.

NH: Si señor, poeta. Yo siempre digo que son dosis de animalidad concentrada, alteradores de conciencia, productos educativos contra las orejeras mentales, relativizadores… El drogadicto es aquel que se acercó demasiado a la felicidad y nada quiso ya saber de la triste realidad. Un drogadicto es un suicida a plazos, sabio. Cuando quiere dar marcha atrás, su cuerpo ya no responde a las ganas de vivir.

PEDRO: No todos. Algunos inconscientes usan la droga no como fuente de conocimiento sino imitando deleznables comportamientos borreguiles y con fines únicamente lúdicos. Gente inconsciente.

NH: Pero libre.

Tanto NH como PEDRO comienzan a dar muestras de estar bajo los efectos de la droga: ojos entornados, enrojecidos y cierto semblante risueño en sus rostros. A Pedro se le “escapa” una ruidosa ventosidad.

PEDRO: Cuando era pequeño, yo era tartamudo y me costaba vocalizar bien. Siempre dije que mi sentido de la oratoria lo tenía en el culo (no puede aguantar la risa. NH también se carcajea. Julián los mira desconsoladamente).

JULIAN: Me estáis dando un asco…

NH: Siéntate y disfruta del momento. Carpe diem, amigo.

PEDRO: Je, je, tengo un amigo demasiado serio.

JULIAN: Y yo me siento más solo que la una entre dos imbéciles.

NH: Porque tu quieres.

Baja lentamente el telón. Durante un minuto. Silencio. Se levanta el telón. Vemos a Pedro que entra a escena cargado con tres abrigos. El efecto de la droga parece haber pasado.

PEDRO: Toma. Esto nos vendrá bien.

JULIAN: ¿Qué temperatura hace?

Pedro se acerca al termostato de la calefacción

PEDRO: Cinco grados.

NH: En el interior. A saber lo que hace ahí afuera.

JULIAN: (agitado) No podemos quedarnos aquí. Al final moriremos de frío (se levantan y se ponen los abrigos)

PEDRO: ¿Y qué hacemos?

JULIAN: Yo opto por coger el coche y ver si encontramos ayuda de algún tipo.

NH: En el coche hará un frío que pela.

JULIAN: Pondremos la calefacción.

NH: No creo que sea suficiente.

JULIAN: ¡Pero algo tenemos que hacer! No pienso quedarme aquí parado muriéndome congelado.

NH: De momento estamos bien. Es mejor esperar.

PEDRO: Estoy de acuerdo con él, Julián. Donde mejor podemos estar es aquí, por ahora, por ahora, por ahora…

Silencio de un minuto.

PEDRO: Con la naturaleza no cabe diálogo posible. Te golpea y ya está.

NH: ¿Un espejismo es naturaleza que te golpea?

PEDRO: El espejismo solo existe cuando deja de engañarte y deja de ser realidad y lo reconoces como tal.

NH: Lo único que han conseguido los espejismos y los sueños es hacerme dudar de la realidad  y que no pueda confiar en nada ni en nadie.

PEDRO: No. No hay evidencias. Nunca.

NH: Tan solo la conciencia puntual del efímero aquí y ahora. Todo lo demás no es evidente y se obtiene construyendo sobre los cimientos podridos de la racionalidad.

PEDRO: No creo en el azar. Creo en el orden no descifrado. Dios no juega a los dados, pero no sabemos a qué coño juega.

JULIAN: Si es que está jugando.

NH: ¿A qué juegas?

JULIAN: Yo a nada. Vosotros a ser unos filósofos de pacotilla. Algo taoístas pues preferís la inacción liberadora. Esperad sentados. Yo me voy. No os aguanto.

Julián se levanta. Pedro también y le sujeta.

PEDRO: Debemos permanecer juntos.

JULIAN: Mejor solo que acompañado de dos locos.

PEDRO: Estás muy nervioso.

JULIAN: ¡Y cómo quieres que esté! Esto es una pesadilla. Una asquerosa pesadilla. ¡Quiero despertar!

NH: Eso es como quien desea el suicidio. Siempre lo interpretará como el final de un mal sueño. Esperanza. Esperanza. ESSSPPPPEEEERAAAANNNNNNZAAAA. Es gracioso, cuando repites una palabra mucho se convierte poco a poco en una cacofonía sin sentido. La vacías del concepto. Curioso, curioso, cu rio so, cu rio so…

JULIAN: Me voy, Pedro, no le aguanto. Si te quieres venir, no me importa. Pero ése que se pudra.

PEDRO: Sinceramente, Julián, estoy más cerca de ése que de ti. Solo te pido un poco de paciencia. Separados, no solucionamos nada.

JULIAN: (hace ademán de marcharse) Adios.

Antes de que haga mutis el escenario queda totalmente a oscuras.

JULIAN: ¡Me cago en…!

PEDRO: ¡Se ha ido la luz!

NH: Lo que nos faltaba.

Julián corre presuroso hacia la ventana. No logra ver mucho porque está totalmente empañado por el vaho que comienza a condensarse en gotitas que caen y dejan sus huellas. Abre la ventana y saca la cabeza. Enseguida la mete y la cierra a toda velocidad.

JULIAN: No hay luz en todo el barrio.

Poco a poco el escenario empieza a iluminarse ligeramente por la luz de la Luna que entra por la ventana, simulando en el espectador la acomodación de la pupila a la penumbra.

PEDRO: Ahora si que no salgo.

NH: Al revés. Ahora es cuando no vamos a tener más remedio que irnos.

Se oye el sonido de la puerta al cerrarse.

PEDRO: ¡Julián! ¿Adónde vas?

(Se oyen unas carcajadas de Julián por la escalera)

NH: Déjale. Es libre, y un estorbo.

PEDRO: Pero es mi amigo.

NH: No tienes nada que ver con él.

PEDRO: ¿Por qué se reiría?

NH: Locura transitoria… Broma de mal gusto… Cámara oculta…

PEDRO: ¿Qué dices?

NH: Posibilidades.

PEDRO: No, no. Me refería a por qué dices que ahora es cuando nos vamos a tener que ir.

NH: La calefacción es eléctrica.

Baja el telón. Durante un minuto suena una música dodecafónica, de película de terror, violines chirriantes, golpes de timbales. Sube el telón. En la penumbra logramos ver a dos figuras sentadas envueltas en mantas.

PEDRO: Cuánto marcaba el termostato.

NH: No funciona.

PEDRO: Somos naturaleza… pero naturaleza consciente. Polvo somos… pero polvo que siente.

NH: Y conscientes de ser un error, un tremebundo error. Supervivencia para morir al final. Toda la vida no es sino la historia de un fracaso. Por eso me fastidia tanto la gente que dice querer realizarse. ¿Saben de qué están hablando? Creen que la vida consiste en autoesculpirse. Prefiero autoescupirme. Su realización es su ficción de creerse ya autoesculpido. Orgullosos del esfuerzo realizado. Cuánto más han sufrido, más orgullosos. Hay que filosofar, dejar de ser borrego. Está claro que lo más difícil no es cumplir el deber sino saber cuál es nuestro deber.

PEDRO: La gente… Todos, excepto tú y yo.

NH: Definición universal.

PEDRO: ¿Para qué tenemos conciencia? ¿Para sufrir?

NH: Imagino que para ser.

PEDRO: ¿Y una piedra no es?

NH: Para mí sí, que tengo conciencia. Lo que si parece es que la conciencia no aporta nada al progreso darwinista de la Naturaleza, a priori.

PEDRO: ¿Y qué es el progreso? Un camino hacia ninguna parte.

NH: Ahora sí que nos hemos puesto nihilistas. Lo único cierto es que el mundo, ante la ausencia de una verdad absoluta tiene infinitas interpretaciones. Unas hacen sufrir y otras no, nada más.

PEDRO: Y nada menos. Ese es el santo grial de la filosofía. Esa es la verdadera noción de sabiduría

NH: No es tan fácil. No consiste todo en elegir la interpretación más feliz. Primero has de poder elegir.

PEDRO: ¿Qué quieres decir?

NH: Que a pesar de que mi objetivo actual es la libertad, feliz, no creo en mi libertad. Demasiadas veces me veo como si mi alma consciente fuese simplemente un espectador de un mundo determinista. La libertad sería como la imaginación de posibles alternativas que no han sido elegidas porque no podíamos elegirlas. La búsqueda de la verdad, la curiosidad, no es más que el deseo de encontrar la explicación de todo y si todo se explica, todo está predeterminado de antemano.

PEDRO: Pero yo siento que soy libre.

NH: Un nuevo espejismo.

PEDRO: Más vale morirse ya de una vez.

NH: Posibilidades, Pedro. Filosofar es contemplar posibilidades, desde una posición serena, siempre serena.

PEDRO: Si, pero yo tengo frío.

NH: De nada vale filosofar. Contra la naturaleza no cabe diálogo posible, te golpea y ya esta…

Silencio. Baja el telón.


Si me vapulean, callo.
 Si me zarandean, disimulo.
 Si me pegan, cavilo.
 Si me seducen, me dejo.
Si me quieren, me comprometo.
Si me insultan, me encrespo.
 Si me halagan, me avergüenzo.
 Como puedes observar,
 soy libre.
 Mientras tanto,
 siempre el verbo,
 para nunca decir nada.
Y en el silencio de la noche,
¿qué crees que hago?



La mayoría de las desgracias son mayores como amenaza que como realidad. Montesquieu



Allí, en el coche, medio helado, me dispuse a aceptar la muerte. Ya no la temía, aturdido como estaba, con los miembros ateridos de frío, el cerebro comenzaba a funcionar con una agradable lentitud. No temía a la muerte porque solo tenemos miedo  cuando la tenemos a media distancia. Cuando la incertidumbre está lejos no produce miedo, tan solo cierta preocupación; cuando está demasiado cerca, el miedo lo ignoras, te abandonas a él, lo asumes y danzas con él un inefable baile de cortesía. Es increíble lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. Siempre nos sorprendemos, para lo bueno y para lo malo. Cuántas veces nos hemos decepcionado porque la imagen idealizada que tenemos de nosotros mismos, lo que creemos ser, se nos viene abajo ante un comportamiento poco coherente con dicho ideal. Pero, también, cuantas veces nos hemos dicho, orgullosos, que nos hemos comportado mucho más valientemente que como nos imaginábamos y hemos resistido más sufrimiento que el que creíamos poder resistir. Así estaba yo, héroe solitario que estaba aceptando su propia muerte, preparado ante el inevitable cambio de conciencia que, sin duda, iba a producirse de un momento a otro. Nunca pensé que tras la muerte pasaría a convertirme en algo sin conciencia. Para mí era inadmisible que, de repente, tuviera conciencia y tras la muerte ésta desapareciera sin dejar rastro. Y si así fuera, ¿qué más daría? Solo se siente en la conciencia, conscientemente. No se puede ser sin conciencia. Solo en la conciencia de los otros.

En este estado de duermevela muy parecido al que precede al sueño y que es uno de los estados más maravillosos que conozco, decidí aprovechar mi imaginación para seguir viviendo. ¡Podía! A mí el mundo de acción me importaba un rábano. Yo era libre. Ante todo libre, imaginativo, sensible e inadaptado. Un tipo raro y orgulloso de ser raro, pero libre para imaginar lo que yo quisiera al mínimo intento. Un Dios de su imaginación. Un creador de relaciones causales, de universos de sentido… Un superdotado. En mi niñez siempre fue un chico solitario a quien las compañías de los otros niños le parecían molestas y aburridas. Yo era autosuficiente. Me bastaba a mí mismo para jugar y divertirme. El contacto con los otros me lastimaba y hería mis sentimientos. Me sentía diferente y el hombre no está hecho para ser diferente. Y menos cuando se es un niño o un adolescente. A pesar de ello, resistí y ahora me daba cuenta de lo poco que debía haber sufrido por no ser como los demás. Ahora es fácil decirlo, en este estado de lo que podría llamarse la madurez del moribundo. ¿Qué importaban las relaciones sociales, el estatus, la competencia, el ser mejor que los demás? Nadie es mejor que nadie. Todos valemos lo mismo, pero no para lo mismo. Todos estamos sujetos a valoraciones parciales, incompletas e injustas. ¿Quién  marcaba los valores deseables? ¿El rebaño? ¿El pastor? Yo decidí ser una oveja díscola, descarriada. Menudos palos me pego el pastor cuando era borrego. ¡Pero me emancipé de él, le hice un corte de mangas, me reí en su cara! Qué pocas cosas se necesitan de la sociedad. Me acostumbré a vivir como un parásito. De ella, pero sin contar con ella. Chupándole la sangre cuando sentía hambre y observándola para mi alimento espiritual. Contemplación, vida monacal, retiro espiritual, imaginación, vida interior. ¡Y cómo disfrutaba! Un estado de libertad me acompañaba. Tan solo cuando debía satisfacer mis necesidades básicas recurría a la sociedad y sufría ante su frío y áspero contacto. Una vez saciado, la abandonaba con desprecio y me recluía en mi mismo.

En este estado de profunda y falsa seguridad que dominaba mi agradable agonía comenzó el juego. Dejé de ser hombre y, una vez más, me convertí en Dios. Mejor dicho, en casi un dios. Dios no es libre, está determinado por su omnipotencia y por su exacto conocimiento de la causalidad. No puede errar, no puede equivocarse, y por tanto, no es libre. Así de claro. Solo se es libre para elegir ante alternativas diferentes, unas mejores que otras, a priori. El que sabe cuál es la elección correcta nunca podrá tomar la dirección equivocada. Dios no es libre, es un esclavo de su propia creación. Pero yo si era libre, yo si podía equivocarme, arrepentirme y reprocharme las malas elecciones. Era capaz de crear universos sin saber todas sus reglas, con infinitas variantes y senderos inexplorados. ¡Podía jugar!


No es cierto que todo sea incierto. Pascal



Hola Muerte:

Creo que ya nos conocemos pero, sinceramente, no consigo acordarme muy bien de ti.

Gran parte de mi vida he intentado danzar con tu prima, la Verdad. Siempre me da la espalda, pero una vez se dio la vuelta y solo logré ver un cadáver desdentado.

Cuando estreché su elegante cuerpo bastó un ligero apretón para que se desmoronase como la ceniza.

Su hermana pequeña, la Curiosidad, no consigue llenarme de trascendencia, no consigue hacerme pleno. Solo la contemplación mística, la meditación y la ingesta moderada de ciertas drogas me han permitido entrever tu borrosa silueta.

Al menos eso creo.

Pienso en cómo te odia la mayoría de la gente y como solo unos pocos te amamos… profundamente.

Aunque no siempre, no creas que deliro. Inmerso en el mundo de acción, rodeado de la masa humana infecta, siempre te he considerado lo peor, te he odiado. Y sin embargo cuando estoy en un estado de tranquilidad contemplativa, siempre te he deseado.

Uno de tus escuderos, el Suicidio, me ha tentado muchas veces con su bello canto. Me he dejado arrastrar a menudo tras su suave murmullo armónico. ¡Cómo me acompaña! ¡Adoro su presencia! Con él no tengo miedo. Todos los problemas se convierten en problemillas. Soy poderoso. Pienso que puedo acabar con el mundo de un simple manotazo, a voluntad… Le necesito a mi lado.

Cuando acompañas a los demás y a mí me abandonas, me duele. No porque no me lleves contigo, sino porque me insultas, reduces mi libertad, me recuerdas lo efímero de mi existencia. Falsamente. No te creo. No intentes engañarme. No me das miedo. El mayor castigo sería que nunca vinieras a por mí y me hicieras inmortal. ¡Qué aburrimiento insoportable! ¡Oh, esperanza escondida, no te olvides de mí!

¡Oh, muerte, dile a Dios que le quiero! No sé si le quiero porque me atrae, porque algo me arrastra hacia Él, o creo que me atrae y por eso yo mismo le creo.

¡Oh, muerte, no me defraudes!

Mientras tanto, soñaré contigo.



Luces puras de color negro
 nos transmiten los sabios
sobre el papel en blanco.
Desnudas ideas de fuerza pura
que enseguida se asimilan
y desaparecen.
Pero el poso queda ahí,
en el inconsciente,
lejos de tu voluntad.
Solo la fuerza divina
Permitirá su uso.



No me pregunten quién soy y no me pidan que siga siendo el mismo. Michel Foucault


Me despierto, abro los ojos. ¿Qué hago aquí? Estoy en el interior de un coche. Intento recordar. Ya. Salimos de aquella casa, muertos de frío y nos subimos al coche del vecino de Pedro…  Estoy solo en el coche. ¿Y Pedro? Me incorporo y mira hacia todos los lados, no consigo ver con claridad el exterior. Es de noche y la lluvia ha dejado los cristales traslúcidos con múltiples lupas de agua en forma de gotas. Sí puedo apreciar que muy cerca están pasando continuamente otros coches, camiones y autobuses. Desde luego estoy en un sitio muy transitado. Hace frío, pero es un frío muy soportable. Parece como si la lluvia caída hubiera templado la temperatura. Creo que lo mejor será salir del coche. Abro la puerta y el ruido del tráfico me incomoda. Una bofetada de un frío húmedo y centenares de gotitas impactando contra mi cara me dan la bienvenida a la calle. ¡Estoy en la calle! ¡Y el frío es soportable! La oscuridad me recibe momentáneamente pues no tarda en iluminarme un vehículo a toda velocidad, que deja un rastro de salpicadura de agua mezclada con suciedad tras de él que me alcanza de lleno. No llueve mucho, pero ya estoy mojado. He de salir de aquí. Doy la vuelta al coche y entro por la puerta del conductor. Las llaves están puestas. Las giro. El motor de arranque comienza a funcionar, pero el coche no se pone en marcha. Miro el indicador de gasolina. Abajo del todo. Ya me acuerdo. Nos habíamos quedado sin gasolina. Me detengo un momento a pensar, tengo que aclarar mis ideas… Vamos a ver… Estoy solo, lo cual me extraña bastante. No sé dónde estoy. Sé que es una autopista, bastante transitada, pero no va atascada, por lo que no debe de ser hora punta. Intento poner la radio del coche. Una pantallita me pide un pin. ¡Maldito pin! Tendré que ir andando. ¿Hacia adónde voy? Allá a lo lejos aprecio una difusa luz. Imagino que allí debe de haber un poblacho o ciudad a tenor del resplandor del cielo que produce. Comienzo a andar por el arcén. Voy en sentido contrario al del tráfico, como es debido. Me van a calar hasta los huesos. Intento cerrar cualquier resquicio del abrigo para que no entre la humedad, objetivo inalcanzado pues cada vez que pasa un camión lanza toda su estela grisácea sobre mi pulcro abrigo. Mientras camino comienzo a pensar y a recordar los últimos acontecimientos. Miro al cielo pero nada veo pues debe de estar cubierto de nubes. Si estuviera despejado podría haber si la Luna me miraba o no. Algo ha cambiado. No sé si soy yo o la realidad onírica que percibo por mis sentidos. Desde luego hay gente. Bueno, por lo menos, veo coches con gente dentro. ¿Qué hora será? ¿Se moverán los relojes? Algo me dice que sí. Pero, ¿dónde estará Pedro? Me caía bien el muchacho. Un poco inseguro, un poco ingenuo, pero interesante.

Soy un albañil de optimismo. Cuando escribía, todos mis escritos eran terapias vitales, que luego raramente volvía a leer, por lo que no llegaban a sanarme nunca. Es difícil que lo escrito en un estado emocional determinado, te sirva para otro estado de conciencia. Pero es verdad que la vida es una mierda solo si te la crees demasiado. Nadie sabe lo suficiente como para ser pesimista. Al menos, de momento.  Esta es una verdad que todavía nadie me ha rebatido eficazmente. Sin embargo, cuando leo o escucho a un optimista siempre me causa desazón. No me lo creo. Cualquier libro de autoayuda solo logra hacerme odiar a su autor. ¿Esto es lo bueno? Sin embargo, leer a un pesimista me lleva a pensar ¿esto es lo malo? Y a simpatizar inmediatamente con su autor. Los primeros eructan mentiras, aspiran a gurús, creen haber encontrado la verdad, venden una filosofía demencial, mientras que el pesimista vende su emoción sincera, su angustia, su sufrimiento, su perplejidad. Qué hombre no es un ser perplejo cuando razón, sentimiento e intuición no se ponen de acuerdo. Cómo se puede no estar perplejo envuelto en un sinsentido, conviviendo sin Verdad, sin Valores sólidos, en este mundo de apariencias infinitas. Cómo se puede vivir sin respuestas y solo de preguntas. Eso es la vida, sí, pero una vida para perplejos. Eterna angustia vital. Sentimiento casi permanente sustentado por la continua incertidumbre que nos rodea. Solo narcotizado por la acción cotidiana y rodeado de problemillas que revolotean en tu cerebro manteniéndolo siempre ocupado uno puede olvidarse del sinsentido. Esa ausencia de fin, de sentido, de Verdad, de un deber claro, se contradice con mi sólida conciencia de existir, donde yo lo soy todo, lo más importante, el punto referencial y no puedo considerarme solo como algo accidental, pequeño e insignificante en el infinito universo. El universo existe si yo existo y si mi conciencia da fe de él. Pero a la vez ese universo, me temo, puede engullirme cuando quiera. Si yo me desmorono, el se desmorona conmigo. Soy un humilde dios. Un dios esperanzado de no estar solo en el Universo. Pensándolo bien, el único ser que está solo verdaderamente es Dios. Jamás me preocuparé por estar sólo. Siempre le tendré a Él. Pero Él no tiene a nadie.

-          ¿Seguro?

Desde luego que no. Esta lejanía con el absoluto se combina diariamente con el libre albedrío que me responsabiliza de mis putos actos…

-          Si es que somos libres.

En todo caso, libertad e individualidad no elegida unida a mi eterna sensación de estar inadaptado al mundo, lo que me produce una eterna conciencia angustiosa.

-          Un exceso de conciencia.

Así es. Los animales carecen de ese exceso por lo que son seres adaptados. El hombre, sobre todo el hombre lúcido, consciente e inteligente, es un ser inadaptado.

-          Pues se plantea preguntas inútiles e imposibles de contestar, y necesita motivos para levantarse por las mañanas y actuar.

Necesita valores que determinen sus deberes. Lo importante no es cumplir tu deber sino saber cuál es. El hombre es el único que sabe que va a morir, que sabe que tarde o temprano su esencia se verá alterada, en una repugnante condena a muerte.

-          Que sin embargo deseas como liberación y afán de curiosidad: la condena no produce angustia pero la elección sí, ¡suicídate!

Nunca he descartado el suicidio. Pero es que además del animal miedo a la muerte, algo más me ata a esta vida. No sé si es la curiosidad o el saber que de todas las formas, haga lo que haga, moriré.

Sigo caminando por el arcén de la autopista. Consigo poco a poco distinguir las luces de la ciudad. Imagino que en una media hora habré llegado. Ya no llueve pero los coches siguen salpicándome. Me encuentro esperanzado. Deseo ver y hablar con alguien.

Recuerdo cuando me convertí en mendigo. Fue un acto revolucionario, violento contra mi mismo, mi familia y amigos. ¡Ahí os quedáis! Tuve que decir. De otro modo, no me hubiera ido. Fue un acto intuitivo realizado sin convicción.

-          Tú no tienes convicciones. Recuerda que solo eres un relativista.

Lo que me llevó a esta vida fue el único valor que reconozco claramente que es la Libertad. No quería depender de nada ni de nadie. Como sabía que era imposible, me propuse minimizar mis dependencias. A partir de ahí, me dediqué a contemplar la vida, serenamente. Un vago. Siempre pensé que un vago no es más que una persona con tendencia a la sabiduría, lo que le impide centrarse en lo concreto por efímero y que busca la comodidad directamente sin hipocresía y caminos indirectos, esfuerzos que muchas veces no dan resultados y producen todo lo contrario.

-          La gente trabaja toda su vida esperando sus ridículas vacaciones o su jubilación. Demasiado tarde, han convertido toda su vida y su cuerpo en una simple fábrica de heces.

El trabajo es la tristeza cotidiana de la mayoría. No se puede malgastar toda una vida haciendo aquello para lo que no se tienen aptitudes ni afición.

También me di cuenta de que un mendigo voluntario es un ser que ha cambiado las cadenas de la esclavitud por otras cadenas de esclavitud.

-          Lo que buscabas es control, poder, autodeterminarte.

Casi, casi. Quería convertirme en un sabio. Quería realizar el ideal, cuando solo podemos idealizar lo que nos falta. Quería ser Dios, convertirme en un ideal humano que no puede existir. El que quiere convertirse en sabio acaba de arruinar, por desmedido orgullo y escasa inteligencia, su intento con esa sola intención.

-          Bajaste el nivel de la sabiduría.

Exacto. Tan solo quise llegar a ser un hombre sereno, lúcido ante las tonterías de la masa y perplejo ante la sola conciencia de poder existir sin Verdad. El sabio anula involuntariamente su capacidad de acción por considerarla aburrida e insignificante. Busca la grandeza de lo absoluto aunque siempre se queda a mitad de camino. Quizá el verdadero sabio es el que hace de lo ínfimo un todo y viceversa.

-          No te lo crees ni tú.

La sabiduría solo se demuestra ante los problemas. Alguien dijo que el índice de sabiduría de una persona es inversamente proporcional a la bilis que segrega.

-          Te has resignado, sabio.

Esperanzado, he creído que la vida es libertad, cuando como mucho es adaptación. Busco en mis meditaciones la adaptación imposible. Sé que durante años tendré que comer mentiras, apariencias y humo para no morirme de hambre.

-          Y la soledad… Acabas de pedir compañía. No la soportas.

Para eso estás tú. Y pensé, desde luego, que el solitario feliz es el hombre más libre.

-¿Solitario feliz? No hagas trampa.

El problema es que la naturaleza humana, al menos la mía, no soporta la soledad. Yo prefiero la soledad acompañada. El sé que estás ahí…

-          Gracias.

… pero no me molestes demasiado. Me he dado cuenta de que yo no buscaba la soledad. Lo que sí hago es huir de los rumiantes y de sus conversaciones superficiales y anodinas. La soledad, creo, acabaría anulando mi conciencia, me temo. Creo que existir es percibir que uno esta siendo percibido por otro. Si no, no existes. La vida es un conjunto importante, la conciencia, de sucesos efímeros, los que vive la conciencia. Entre estos sucesos efímeros se encuentra el nacimiento y la muerte. Nada por sí mismo debería importarnos nada, pero todo (la conciencia) importa mucho. Cualquier estado de conciencia parece eterno. Sabemos que nunca lo es.

-          No lo puedes asegurar.

Mi estado de conciencia, involuntario, es el que manda en mí a través del indomable deseo.

-          ¿Y para qué sirve la conciencia?

Para existir.

Contemplo la noche, con la ciudad al fondo, bastante definida ya. Sigo caminando. Me gusta caminar. Me impulsa a pensar, a meditar, a filosofar. Contemplar es alimentar al espíritu. Es lo único que hace nuestra alma a través de la conciencia. Contemplar es satisfacer la curiosidad. Bulimia del espíritu. Extraordinario deseo provocador de instantes felices, por ser el único bien que provoca esperanza, se contenta con poco y nunca se da por satisfecho.

La entrada a la ciudad aparece de golpe. De repente, de estar en el campo estoy en la ciudad. No se ha producido esa progresión de casas, urbanizaciones, fábricas e industrias desperdigados que preceden y dan paso, poco a poco, paulatinamente, acostumbrándote, a la para mí ahora deseada urbe.

¡¡¡¡Hay gente!!!!!

Comienzo a cruzarme con la gente. Antes tenía un gran interés por preguntarles a ellos qué era lo que había pasado, pero me he dado cuenta de que ya no tengo ningún interés por saberlo. Su comportamiento es aparentemente normal.

¿Dónde estoy? No reconozco este lugar. La calle es muy larga, interminable. No veo el final. Viviendas de cuatro o cinco alturas flanquean ambos lados, portales cada diez o quince metros. Todo muy normal, demasiado normal.

-          ¿Y qué mas da donde estés?

Soy un alma errante. No tengo hogar ni familia, no tengo hábitos. Mi centro de acción, mejor dicho, de meditación está en cualquier parte. Yo fluyo a través del río, contemplo el río, sus orillas, los árboles, las montañas… ¿Qué me importa a mí el nombre de esta ciudad?

-          A mi sí me importaría.

Prefiero no saberlo y jugar con la incertidumbre. Jugaré hasta con mi muerte.

Paso por delante de una cafetería. Empiezo a notar que tengo hambre. Entro. Se trata de una coqueta cafetería, bastante sucia, con una luz muy tenue. No hay casi nadie. Tan solo tres personas solas.

-          Buenas –me saluda el camarero.
-          Hola, buenas noches. Quiero algo de comer. Raciones, bocadillos, lo que tenga.

Me entrega la carta. Como tengo un hambre canina, elijo una ración de patatas fritas, otra de pulpo y una jarra de cerveza.

Comienzo a notar un calor sofocante. Me percato de que llevo demasiada ropa. Me quito el abrigo empapado que dejo en un taburete.

Efectivamente, no tengo dinero. Voy a tener que utilizar la estrategia del “ahí te dejo” que tan buenos resultados me ha dado siempre. Estoy acostumbrado a no pagar nunca. Mi problema es que me dejen entrar en los sitios. Habitualmente mi desaliñado aspecto no juega a mi favor. Lo de hoy es una excepción. Estaba vistiendo las ropas del vecino de Pedro, limpias y perfumadas con suavizante. Eso, y el baño que en su casa me di, me convirtieron en una persona con derecho a ser admitida en los bares y demás lugares. Iba, pues, a aprovechar esta circunstancia.

Mientras el camarero me va preparando las viandas le doy un trago a mi refrescante cerveza. El espumoso líquido dorado desaparece de mi jarra.

-          ¡Camarero, cuando pueda! –le levanto la jarra vacía. El asiente. Enseguida tengo el recambio.

Echo un vistazo a la televisión. Está apagada. Hay un inquietante silencio en el bar. No me gusta el silencio cuando estoy rodeado de gente. No tengo por qué escuchar sus estupideces, ni sus eructos, ni su masticación, ni a sus tripas.

Me hubiera gustado ver un telediario. A pesar de que sé que los periodistas solo son comerciantes de mentiras a sabiendas como si fueran verdades, según el mandato del capo de turno. Un periodista es de profesión mentiroso, manipulador. En grupo, constituyen el primer poder. La democracia, en estas condiciones, no es más que un sistema en el que votan las marionetas o los clientes, desde su imbecilidad o provecho, respectivamente. La política es el arte de saber lograr y mantenerse en el poder, incluso si accidentalmente se hace bien. Un político es un sofista, en el peor sentido de la palabra. Persisten gracias a la plebe, a la masa. La masa sabe que esta siendo engañada, pero lo acepta como parte del juego: la vulgocracia.

La masa… Más de tres personas juntas forman casi siempre una sustancia apestosa que ya no piensa, sino que solo imita arquetipos, gobernando los vanidosos (por vacíos) egos. Un rebaño sufridor de delirios colectivos generados por un sistema de creencias basadas en las emociones. El grupo da seguridad a los bobos y evita la problemática búsqueda de uno mismo. En la masa, uno puede renunciar a su individualidad y a su responsabilidad como ser único. La masa es el airbag del yo, protegido por los demás. El individuo se siente querido, pertenece a algo. Pero también es esclavo. La masa es una simple suma de hombres, disgregadora de voluntades y unificadora de deseos, como una fuerza de gravedad imitativa.

¡Ay, la gente, es decir, los demás, los mediocres, los sencillos, las personas objeto!

Cuando los conozco, los quiero. Me exaspera su conjunto. Individualmente los puedo tratar y muchas veces me llevo agradables sorpresas.

-          ¿Agradables?

Me percato de que estoy hablando solo. Uno de los clientes me estaba observando y ha desviado su mirada al cruzarse con la mía. Ya empezamos…

-          ¿Se encuentra bien? –me pregunta el camarero.

Le miro fijamente a los ojos. Le veo dudar. No me aguanta la mirada. Antes de que se violente, le digo:

-          Si. Gracias. No se preocupe.

Se da la vuelta y se va. Algo perplejo debo de haberle dejado. El poder de la mirada y del silencio.

A los pocos segundos observo que el camarero se acerca con dos platos. Algo sorprendido observo que se trata de una ración de ensaladilla rusa y un pincho de tortilla.

-          Oiga, esto no es lo que le he pedido.
-          Lo sé
-          Entonces, por qué me trae esto.
-          Es lo único que me quedaba.
-          Podía habérmelo dicho.
-          No me lo preguntó.

Se da la vuelta y se va.

Desconozco los motivos del camarero, pero esta circunstancia me da una idea. Cuando me diga lo que le debo le diré que no tengo dinero. El me reprochará que entonces por qué he consumido y yo le responderé que no me había avisado de que había que pagar.

Río para mis adentros. Observo que me observan. Existo. Me miran todos, de una manera un poco descarada, bastante molesta. Sigo comiendo. No tengo ganas de problemas. Con el rabillo del ojo detecto sus miradas y su silencio.

¿Por qué el silencio incomoda tanto? Se da por hecho que dos o más personas juntas deben estar hablando, comunicándose eternamente, contando sus experiencias, preocupaciones y mentiras. Da igual si el otro te escucha o no. Lo importante es contar, expeler, eructar…

La tortilla y la ensaladilla están deliciosas. Creo que se acerca el momento de marcharme. Uno de los clientes se levanta y con una sonrisa se despide del camarero.

-          Bueno, Beltius, hasta ahora.

Cuando pasa a mi lado, nuestras miradas se cruzan. Tengo el presentimiento de que me va a saludar. Se me acerca lentamente.

-          No le cobres a este caballero. Le invito yo.

El camarero se acerca con aire de no estar de acuerdo.

-          Imposible. Lo siento.
-          ¿Cómo que imposible? ¿Ya ha pagado? Pues devuélvele su dinero.
-          Le he invitado yo.

El hombre se va. En esos momentos dos hombres entran en el bar. Su aspecto es bastante desaliñado. A pesar de que en su momento serían ropas caras, están gastadas y sucias. Se acomodan a mi lado. Dado el silencio del bar oigo su conversación con toda claridad:

-          El cliente ha olvidado la escritura.
-          ¿Qué escritura?
-          La suya.
-          ¿La mía?
-          No, hombre, la de él.
-          Mi cliente.
-          ¿Cuándo lo compró?
-          Cuando compré el qué.
-          ¿Cuándo adquirió a su cliente?
-          Yo no lo he adquirido.
-          Como me ha dicho que era suyo, pensé que lo había adquirido en algún momento.
-          Yo no he adquirido nada. Además nunca he estado en algún momento, no sé de qué lugar me está hablando.
-          Ha dicho usted que era suyo, yo no.
-          Suyo, de quién.
-          De usted.
-          Yo no lo adquirí.
-          Entonces, ¿de quién es?
-          ¿Quién?
-          Su cliente.
-          Que yo sepa de nadie.
-          Pienso, entonces que podríamos llamarle.
-          ¿A quién?
-          Usted sabe quien es el propietario.
-          No, no lo sé.
-          Pues acaba de decir que era de nadie.
-          No, perdón, que no era de nadie, que no es lo mismo.
-          ¿Y para qué quiere que  venga el propietario?
-          Debe darnos el consentimiento.
-          ¿Puedo preguntarle de qué sentimiento estamos hablando?
-          Podría, pero no lo haga. Me exaspera usted a veces.
-          Vale. Entonces, ¿qué le digo?
-          Puede usted decirme lo que quiera.
-          Está bien, parece usted tonto. ¿Que qué le digo al propietario?
-          Que le necesitamos.
-          Vale.
-          Cuánto.
-          ¿Perdón?
-          ¿Que cuánto vale?
-          Todos valemos lo mismo
-          ¿Sabe una cosa?
-          Y otras muchas también
-          Me voy a ir.
-          Haga usted lo que quiera, pero no me parece elegante.
-          Lo dejaré pasar. ¿Dónde está la escritura.
-          Usted sabrá.
-          La tenía usted.
-          Si, pero usted la ha dejado pasar.
-          ¡Qué aburrimiento, Dios mío!
-          ¿Cuándo lo compro?
-          ¿El qué?
-          No sabe usted lo que dice.
-          No me interprete usted.

Y uno de ellos se va.

Rápidamente viene el camarero y le dice al otro:

-          El otro día te vi y me acordé de ti.
-          Si, qué curioso.
-          ¿Por qué lo dices?
-          Porque acabo de venir.
-          ¿Y eso que tiene que ver?
-          ¡Es precioso! Está todo verde de lo que llueve. Es muy bonito. Debería ir a visitarlo.
-          Ya lo hice.
-          Ah es verdad, iba yo contigo.
-          Pues no me acuerdo de ello.
-          Deduzco por tu cara que te estás perdiendo.
-          Cuando hablo contigo suele pasarme.
-          Gracias. Por cierto. ¿Cómo me viste?
-          Lo desconozco, pero creo que tu mujer no te viste demasiado mal, si te vale de consuelo.
-          Mi mujer me vale de consuelo y de muchas otras cosas. Entonces, ¿te gusta mi ropa?
-          No mucho.
-          Entonces no te la vendo.
-          Gracias, no necesito vendarme nada.
-          A ti te pasa algo.
-          A mi me pasan muchas cosas por la mente. También cuando voy por la autopista me suelen pasar esos locos que van a doscientos por hora.
-          No entiendo la dependencia.
-          ¿En la que hago la vida? Se llama cuarto, no te entiendo.
-          Tú vivías en un tercero.
-          Vivo desde hace un mes en un quinto.
-          ¿Quieres uno?
-          Un qué.
-          Un quinto de cerveza.
-          Prefiero una naranjada de limón.
-          Pues yo vivo en un adosado.
-          ¿A qué?
-          A otro.
-          Bueno, me voy. Veo que te encuentras bien.
-          En primer lugar, estoy regular, y en segundo, no suelo perderme.
-          ¿Y qué más?
-          Cuando tengo el mechero en la mano
-          Ha sido un placer.
-          El placer es mío.
-          ¡Avaricioso!


Soy un ser sensible rodeado
 de una realidad insensible.
Soy una isla de calor
 en un mundo frío.
Poco a poco,
 mi temperatura desciende.
Necesito el calor divino.


No hay ningún viento favorable para quien no sabe adónde se dirige. Schopenhauer.


Salí del bar con la mente confusa. No era de extrañar pues las conversaciones que había escuchado eran como para volverse loco. Puros imbéciles. No entiendo a la mayoría de la gente. O resultan aburridos, o resultan antipáticos o una mezcla de ambas cosas. Pero lo de estos estúpidos ya era demasiado.

En fin… Me encaminé calle abajo. Es difícil decir dónde era abajo o arriba en esta calle que, a primera vista, parecía absolutamente plana.

Al principio de entrar en la ciudad dije que la gente que pasaba a mi lado me parecía normal. No obstante, después de mis peripecias en el bar, comencé a fijarme  con más atención en la gente que pululaba a mi alrededor.

Utilizando mi razón inductiva, que se diferencia de la deductiva en que una va de lo general a lo particular y la otra de lo particular a lo general, comencé a simplificar, a generalizar. Y de lo primero que me di cuenta era de que la gente iba bastante desaliñada y sucia. De hecho, pude observar como más de una criatura calzaba un zapato de un color y otro de otro. Todos los hombres llevaban una barba deslustrada. En aquella circunstancia, yo, que siempre llevaba barba, pero que me la había afeitado en casa del amigo del poeta Pedro, resultaba un ser bastante extraño, aunque no por mucho tiempo, pues mi barba comenzaba ya a negrear. Desde que era mendigo, el ser extraño y sucio siempre era yo. Ahora era al revés, yo era el limpio y aseado, y la gente, maloliente.

Perplejo pero divertido ante el desfile de bichos raros que pasaban ante mis ojos, me senté en un banco. Al momento, una señora de unos 45 o 50 años, se sentó a mi lado, pero al otro extremo del banco. Llevaba los rulos puestos en el pelo. No es que se acabara de duchar precisamente, pues atufaba bastante.

-          ¿Tiene hora? –le pregunté.
-          Si, caballero.

Para mi sorpresa, la señora realizó la afirmación sin mirar a su reloj y sin comunicarme la hora que le había pedido. Siguió mirando de frente y observando a la gente pasar.

Como no me decía la hora, insistí:

-          ¿Me puede decir la hora?
-           Sí, claro que sí –contestó.

Y así quedó la cosa.

Bien, bien, muy bien.

-          Señora, si es usted tan amable, ¿me puede decir la hora?

La señora, esta vez, me miró con un gesto como de sorpresa.

-          Por supuesto que soy una persona amable. Por supuesto que lo soy. Y, además, por supuesto que le puedo decir la hora: tengo reloj.

Y así quedó la cosa.

Podía esperar toda la vida. La señora no iba a decirme la hora. Qué le costaba.

-          Señora, ¿por qué no me dice la hora? ¿Tanto le cuesta?

La señora se levantó y muy ofendida me contestó:

-          Caballero, no le dicho la hora porque no me lo ha preguntado. En segundo lugar, no me cuesta nada decírsela. Tengo reloj, y mirarlo es gratis.

Mi posición era bastante ridícula, porque miraba a la señora hacía arriba y ella me miraba hacia abajo y como echándome la bronca. A pesar de esa sensación de inferioridad espacial, insistí, casi imaginando lo que iba a contestarme.

-          ¿Y qué hora es?
-          ¡Y a usted qué le importa!

No acerté.

La señora se fue por donde había venido.

Me levanté del banco y tomé la decisión contraria. Al primero que pasó, un señor de mucha edad que llevaba bastón y sombrero raído, le pregunté:

-          ¿Qué hora marca su reloj, caballero?
-          No entiendo su pregunta.
-          ¿El qué no entiende?
-          Su pregunta.
-          ¿Qué es lo que no entiende de mi pregunta?
-          Es una frase sin sentido, joven. ¿Es usted joven, verdad?
-          Ni joven, ni viejo. Tan solo quiero saber qué hora es.
-          Pues a mi no me lo pregunte.
-          ¿Por qué?
-          No llevo reloj.

Excelente.

Poco a poco comencé a comprender que la gente tenía verdaderos problemas de comunicación, pues parecía que entendían las frases literalmente sin atender a otros posibles sentidos o connotaciones. Iban directos al grano, a su grano. No hacían juicios de intenciones. Cuando alguien nos pregunta si tenemos hora, nosotros le decimos la hora. ¿Por qué? No nos lo ha preguntado. Esto es un juicio de intenciones o lo que es lo mismo un prejuicio.

En el plano de la moral, de la ética si quieren, yo solía decir que juzgábamos a los demás por sus acciones y a nosotros mismos por nuestras intenciones. Esta es la justicia. En fin, debo centrarme.

Seguí paseando, cuando de repente, noté que alguien me llamaba.

Para mi sorpresa, quien me llamaba “hijo” era un cura, es decir, un padre.

Me acerqué a unos metros y le pregunté:

-          ¿Qué es lo que quiere?

Verdaderamente creía que el cura, padre o como se llamase me iba a responder con una tontería típica de los habitantes de este poblacho. Ya estaba empezando a acostumbrarme. Me imagine que me decía “pues quiero un coche deportivo y unas chanclas”. Pero no, esta vez, no.

-          Pase, por favor.

Mi sentido lúdico me inducía a reírme de él, y pensé en pasar de largo haciendo caso textual a su “por favor, pase”. Pero mi curiosidad me pudo y decidí seguir el juego. A saber adónde iría a parar…

Le seguí.

-          Hola, caballero, soy el padre Gratius. Me gustaría charlar con usted un rato, si no tiene usted inconveniente.
-          En absoluto.

Pasamos a una habitación muy modesta, bastante pequeña que solo tenía una mesa cuadrada con cuatro sillas y un viejo sofá de color rojizo muy gastado por el uso. En una pequeña estantería logré divisar bastantes libros entre los que pude destacar una gruesa Biblia.

El padre Gratius señaló hacia una silla y me invitó a sentarme a la mesa. Mientras tanto se fue a una habitación contigua. Al momento regresó con dos vasos de vino y un plato con queso.

-          Caballero, no sé su nombre.
-          Padre Gratius, desde hace tiempo prefiero no identificarme bajo un nombre que yo no elegí. Me he rebautizado como Ningúnhombre. Puede usted llamarme NH si le resulta más cómodo.
-          Estupendo NH. Se preguntará usted por qué le he llamado.
-          Así es. Me lo pregunté, y me lo sigo preguntando.
-          No dilataré más el suspense, hijo. Por cierto, ¿le molesta que le llame hijo? Es la costumbre, suelo llamar hijo a todo el mundo.
-          Así no se confunde usted.

El padre Gratius sonrió.

-          Es la costumbre de quien actúa como referente moral.
-          Si, vamos, la costumbre de quien actúa como un padre, en definitiva.
-          Pero un padre de una familia muy numerosa y sin lazos de sangre.
-          Lo que tiene mucho mérito.
-          No tanto, hijo, no tanto.

El padre Gratius cogió un trozo de queso y comenzó a comérselo con mucha tranquilidad. Se echó hacia atrás en su silla, le pegó un trago a su vaso de vino y me invitó a mí a hacer lo mismo.

Había algo en él que me gustaba. Normalmente los curas no caen muy bien a la gente, sobre todo a la gente no creyente. A mí, al contrario, creo que los curas, a pesar de que sé que no son seres perfectos tienen un gran mérito. Suelen ser seres cultivados, con los que se puede hablar de casi todo. Pero, de cara a la galería, tienen que comportarse siguiendo unos cauces predefinidos. Resumiendo, prefiero hablar con un cura que con una persona normal, pues la normalidad de los seres que componen la masa humana es, desgraciadamente, muy poco interesante.

-          Verás, hijo mío. Me gustaría hacerte una pregunta.
-          Adelante.
-          ¿Por qué te has afeitado?
-          Bien, buena pregunta…-dije irónicamente-. No tengo ni idea. Lo cierto es que llevaba sin afeitarme bastante tiempo, pero encontré una buena oportunidad de desembarazarme de ella y de sus incomodidades que no me lo pensé dos veces… No hay un motivo especial que tenga interés para usted, realmente… ¡Vamos, que no le entiendo!
-          Bueno, bueno, hijo. Tranquilo. Cuando te miré y comprobé que ibas afeitado pensé que no eras como los demás.
-          Adónde quiere ir a parar, padre.
-          La gente ya no se afeita, ha perdido los valores estéticos, también los éticos y el resultado es lo que está pasando en las calles: gente que no sabe ya comunicarse, que viste zarrapastrosamente y que roza la locura.
-          Sinceramente, padre, algo me había parecido comprobar. Pero como llevo muy poco tiempo aquí no lo tenía tan claro como usted.
-          ¿No es usted de aquí?
-          Pues no.
-          ¿Y de dónde viene, si puede saberse?
-          Padre Gratius, es algo bastante complicado de contar. Prefiero no hacerlo.

Aparte de no poder, pues no tenía ni idea de dónde me encontraba; y lo que es más: me daba igual.

El padre Gratius era una persona que debería rondar los 65 años, bastante calvo, solo mantenía pelo en los lados de la cabeza y en la nuca. Su brillante calva predominaba y ensanchaba su redondeada cara. Era bastante más bajo que yo y un poco gordo.

Me eché un trago de vino, bastante malo, después de comer un trozo de aquel queso, bastante bueno.

-          Con que no es usted de aquí.

Asentí.

-          ¿Qué es lo que le pasa a la gente para que estén rozando la locura?
-          Eso quisiera yo saber. Desde hace mucho tiempo no tengo el gusto de mantener una conversación como ésta, excepto las que mantengo con el señor Clarius.
-          Yo puedo decir algo parecido. Desde que estoy en esta ciudad parece que todo el mundo se ha estado riendo de mí, en mis narices.
-          Se está produciendo un proceso de entontecimiento de la gente a nivel generalizado. De momento y que sepamos, tan solo el Sr. Clarius y yo nos hemos salvado. Bueno, y ahora usted.
-          Muy curioso.
-          Desde hace algún tiempo hay un retroceso intelectual muy grave. No sabemos si es una enfermedad, algo que han comido o qué, pero lo cierto es que su mentalidad es fisiócrata.

A mí lo que le ocurriese al resto de la gente me importaba un rábano. Me interesan las personas, no la gente. Tenía la oportunidad de hablar con un cura y quería escarbar en sus contradicciones. Así que fui directamente al grano.

-          Podría preguntarle si hay vida después de la muerte, pero prefiero que me diga qué hora es.

Al padre Gratius le encantó la pregunta y no pareció entenderme, se lo noté en la cara. Se echó hacia atrás, sonrío y me contestó:
-          Eterna pregunta… A dónde vamos, de donde venimos, existe Dios, tiene blancas barbas… ¿Te apetece que te eche un sermón?
-          Mientras no sea moralizante.
-          Difícil me lo pones, hijo.
-          Algo podrá usted hacer.
-          Lo intentaré. ¿Eres ateo?
-          No me insulte usted, padre. Odio a los ateos.
-          ¿Eres creyente?
-          Complicadillo de responder.
-          Por tanto, eres agnóstico.
-          Digamos que soy un gnóstico que se ha dado cuenta de que no puede llegar muy lejos con su gnosticismo.
-          O sea, hijo, que has encontrado los límites a la razón.
-          Tampoco es muy complicado hacerlo.
-          Muy cierto, pero muy poca gente se da cuenta de ello.
-          La gente me importa un rábano.
-          No te creo.
-          Cuando me refiero a la gente no hablo de las personas que la componen. Me refiero a esa masa asquerosa, repugnante y pegajosa que no es más que un rebaño que imita conductas desde sus emociones. No sé si me explico, padre.
-          Algo creo entenderte.
-          ¿Por qué es usted cura?
-          Porque soy creyente.
-          ¿Y en qué cree usted?
-          Creo en Dios, y como sé que me vas a preguntar por El, intentaré decirte que Dios es a lo que yo tiendo. Para mí Dios es la Felicidad, el Paraíso, la Bondad, la Belleza y, sobre todo, la Esperanza.
-          Vamos que para usted Dios no tiene la barba blanca.
-          Ni tampoco es el de la Biblia.
-          A ése me refería. Entonces, podemos seguir hablando, padre. Imagino que, normalmente, a estas alturas de la conversación le habrán pedido que demuestre su fe, que demuestre la existencia de Dios, que razone su afirmación, que inicie un ensayo discursivo de cómo ha llegado usted a tan elevada conclusión.
-          Así es, hijo, así es.
-          ¿Y qué es lo que suele decirles a los inquisidores ateos?
-          “Inquisidores Ateos”. Me ha gustado esa relación. Normalmente la Inquisición siempre la relacionan con el cristianismo.
-          Y no van mal encaminados.
-          Eso es mirar las cosas superficialmente, NH. La religión no es la Iglesia. La Iglesia como algo jerarquizado, burocrático, moralizante e históricamente fanática, no me interesa nada. La religión es algo más que eso, es más… místico.
-          ¿Entonces por qué es cura?
-          Verás hijo. Si quiero coger oro, necesito coger mucha tierra y cribarla. Solo después de mucho trabajo de selección y siempre ensuciándose uno de tierra y tras mucho trabajo desde la tierra, se puede sacar el oro. Podría ser budista o sufí, pero lo que más a mano tenía, lo que  mejor permitía saciar mi vocación religiosa era la fe cristiana desde la Iglesia católica. Y, por supuesto, intentar mejorar a la propia Iglesia, desde la Iglesia. Que nadie me llame inquisidor. Cualquier religión analizada desde unos ojos superficiales, es una tontería absurda. Hay que profundizar, hijo.
-          Estoy básicamente de acuerdo con usted, padre. No hay nada peor que hablar con un ateo. Además, no sé si se ha fijado que la mayoría de los ateos son gente superficial, con una escasa conciencia de sí mismos, rozando la animalidad de los platelmintos.
-          Exageras pero es cierto. Para mí, el espíritu humano, el alma humana está formada por tres elementos. La Intuición, la Razón y el Sentimiento. Entre estas tres fuerzas que determinan la Conciencia, se producen tiras y aflojas, contradicciones en suma, pero, al final, la resultante es una única fuerza que domina nuestras acciones y pensamientos.
-          Los animales sin embargo no sufren de estas contradicciones. Están sumergidos en la corriente vital y no establecen ningún tipo de lucha ni resistencia contra la corriente.
-          Lo cual no quiere decir que sean felices, NH. Puede que no sufran existencialmente, pero tampoco disfrutan. En fin, eso es bastante complicado y nos estamos saliendo del tema.
-          Así es.
-          Continuando con el asunto de los ateos. ¿Tú crees que podemos estar ciertos de algo?
-          No lo creo. Ni siquiera la visión de un objeto prueba su existencia. Solo hay que comprobar las alucinaciones, los espejismos… las drogas.
-          Efectivamente, NH. La razón ni da certezas ni consuela. La razón solo destruye. El razonamiento discursivo no encuentra certezas. La certeza solo puede sentirse. La razón solo busca la demostración imposible. Una prueba siempre necesita de otra prueba.
-          Imposible desde el punto de vista de que cualquier razonamiento discursivo parte de unos postulados no demostrados en lo que se apoya. Es decir, la razón construye su edificio sobre unos cimientos podridos.
-          La razón ama el absurdo y odia la vida. ¿Tengo libre albedrío? Es tan claro que lo siento… Sin embargo, no puedo demostrarlo. Es más, si intento demostrar mi libertad, llego a lo contrario, al determinismo.
-          “El corazón tiene razones que la razón no conoce”. E intuiciones, añadiría yo.
-          Excelente frase de Pascal, NH. ¿Somos pesimistas por nuestras ideas o tenemos ideas pesimistas por nuestro estado de ánimo?
-          El sentimiento, el “ánima mundi” nos domina. La intuición nos domina. La razón intenta dominarnos, buscando excusas.
-          Y no lo consigue. Porque el hombre, en la vida, se siente incompleto y aspira a realizarse, a llenarse, a alcanzar la plenitud, a ser feliz. Es curioso, no conozco a nadie que haya sido feliz totalmente, pues siempre tenemos preocupaciones e incertidumbres. Sin embargo, todos queremos volver a ese paraíso que parece que un día perdimos. Y sé que verdaderamente lo perdimos pues solo se puede amar lo conocido. El hombre siente a Dios como algo perdido, como una privación radical, como una ceguera. El existencialista, en definitiva, es un ser religioso, pues compara la vida actual, terrena, con la que tuvo en el paraíso.
-          Estoy de acuerdo, padre. ¿Tiene usted reloj?

En esos momentos apareció un hombre de unos 50 años, también medio calvo y de pelo canoso.

-          Padre Gratius, creo que hemos encontrado a alguien... interesante.

El Padre Gratius se levantó y me presentó:

-          Sr. Clarius, le presento a no sé quien venido de no sé dónde.
-          ¿Cambiaría algo el saber de dónde ha venido? –dijo Clarius.
-          Por supuesto que no, por eso nos da absolutamente igual saberlo.

Observaba al Sr. Clarius y me gustaba. Había en sus ademanes, al igual que en los del padre Gratius una compostura, unos movimientos tranquilos, pausados, hermosos, que denotaban una gran vida interior, espiritual y sabia.

-          NH –dijo Clarius dirigiéndose a mí-. ¿Has tomado alguna vez enteógenos?
-          Si.
-          Excelente.
-          De hecho –añadí-. Soy lo que soy y pienso tal y como pienso por esas experiencias.  De pequeño, era muy religioso. Cosas de la edad. A medida que fui creciendo, deslumbrado por los progresos científicos y por la vida sensual y con el afán de descubrir el mundo que me rodeaba, me convertí en un ser materialista. A mí el espíritu me importaba un rábano. Solo quería tocar, disfrutar, empaparme de materialidad…
-          Como todos. Las hormonas y la estupidez son ateas -dijo Gratius.
-          Hasta que probé los ácidos. A partir de ahí, mi vida cambió.

Clarius se levantó de su silla, puso sus manos atrás, a la espalda y continuó:

-          Bueno, NH. Esta noche tenemos una sesión de enteógenos.
-          El Sr. Clarius, NH, es un auténtico maestro en drogas enteógenas. Su religiosidad ha derivado por esa vía. El quiere conocer a Dios a través de la vía directa. Es un  místico.
-          Efectivamente, NH. Os he estado escuchando mientras conversabais.  Me gustaría añadir varias cosas que he estado apuntando.

Instintivamente miré las muñecas de Clarius: no llevaba reloj.

-          En primer lugar. Hay en la Biblia unas cuantas páginas maravillosas que bajo el título de El Eclesiastés definen muy bien el nihilismo al que antes os referíais. La vida, desde la razón, parece absurda, puro humo, pura vanidad. Es precisamente, desde esa sensación de vacío que entra al darse de bruces con la vanidad de la vida cuando uno reacciona y dice, ¡basta ya, razón, déjame en paz! En la vida hay algo más. ¡Estoy vivo y quiero vivir! Lo siento así. No tengo por qué darle más vueltas al asunto.


“Es decir, empáchate de nihilismo, para volver a la vida.

“Esa forma de razonar que lleva a la nada, NH, es la sofística, y la sofística tiene dos finales, para mí, absolutamente patéticos:

“La primera de ellas es el panteísmo o lo que es lo mismo, un ateísmo disfrazado de Uno. ¿Quién soy yo? Para el Universo, casi nada. ¡Pero para mí… para mí… yo soy TODO! ¡Sin mí, no existe el Universo! Es mi conciencia, la que faltaría.

“Y la segunda de ellas, es el propio ateísmo. Es decir, la soberbia de la vida, de lo material, de la sensualidad. El ateísmo es el razonamiento materialista. ¿Saben ellos lo que es la materia? ¿Saben que el color no existe? ¿Saben que la materia es casi vacío? ¿Cómo sería el mundo si viéramos las ondas electromagnéticas, las ondas de radio y oyéramos los ultrasonidos que escuchan los perros? ¿Saben que lo que tocan no es lo que ellos creen tocar? ¿Saben lo que es el calor? ¡Por Dios, un átomo es lo más místico y filosófico que puede existir!

“¡Claro que necesitamos de la lógica, claro que necesitamos razonar! Pero no para las últimas preguntas. La razón es instrumento solo para preguntas penúltimas.

“Una mitad del mundo es mística, Oriente. Pero Occidente, la otra mitad, exige claridad, pruebas, certeza, un discurso racional coherente.

“Todos los sabios que en el mundo han vivido no tienen sino una sola voz. Todos los místicos de todas las religiones, los cristianos, los sufíes, los budistas, llegan a la misma conclusión. La única diferencia es que esa Verdad Directa con la que conviven en escasos períodos de tiempo la disfrazan según sus influencias culturales. Pero la Voz es la misma.

“Sin embargo los sofistas, y en las distintas Iglesias abundan, se contradicen. Nada hay más fácil que desmontar un discurso. La propia Ciencia cuándo avanza. La Ciencia avanza cuando ha destruido el paradigma anterior. Una teoría convence momentáneamente cuando ha destruido a la anterior.

“Sin embargo, el progreso, en el místico, es acercamiento a Dios. Lo que ya antes dijo el Padre Gratius. Acercamiento a la Felicidad, al Paraíso, a la Bondad, a la Belleza, todo ello sustentado por una Esperanza real. Y si vivimos es porque la Esperanza nos domina.

“El conocimiento demostrativo solo son pamplinas. Un silogismo solo es una serie de intuiciones enlazadas que forman, al final, una simple tautología.

“Y una vez dicho esto, alguien dirá que he criticado a la lógica desde un discurso lógico. Y pensarán que he hecho trampas. ¡Por supuesto que utilizo la lógica. Claro que sí, pero sin denostar las otras vías de conocimiento! Para mí la Lógica, la Razón, es tan importante como la Intuición y el Sentimiento.

“Por todo ello, me drogo, porque a través de las drogas alcanzo un estado de conciencia que de otro modo no conseguiría.”

Cuando el Sr. Clarius hizo honor a su nombre por su claridad expositiva, yo ya había llegado a un estado de trance. Estaba como hipnotizado oyendo hablar a este curioso personaje. Y lo demostré de este modo:

-          ¿Podría alguno de ustedes decirme la hora?


Destrozado por la inmundicia.
Detenido por la presunta tentación
que me arrastra por el barro.
 Mientras
 Eldorado cambia de imagen.
 Vuelvo a plantearme lo mismo,
 desnudo, pausado y tranquilo.
 Inusitada obra divina
 que recorre todo mi cuerpo,
 como un presunto calambre
 que no llega a realizarse,
 tan sutil
y tan soñado.


Nada es más para mi que yo mismo. Stirner



Entramos por la puerta principal de la Iglesia y enseguida nos metimos por una puerta que quedaba a la derecha de la entrada. El suave olor a cera de las velas que ardían allí mezclado con un ligero aroma a incienso me agradaba. La decoración de la Iglesia era bastante austera y la penumbra predominaba por toda la nave. Accedimos a una escalera muy mal iluminada. Los escalones eran de piedra y estaban bastante desgastados por el uso. Cuando llegamos arriba mi corazón latía con fuerza pues habríamos ascendido alrededor de treinta o cuarenta metros. En la pequeña estancia cuadrada de unos 15 o 20 metros cuadrados había solo una enorme campana. Tenía mi misma altura y debía pesar algunas toneladas. A los cuatro lados de la estancia se abrían las ventanas del campanario, muy grandes y con arcos románicos.

-          ¿Cómo subirían esta campana hasta aquí? ¿Y por dónde? –pregunté.
-          Eso me gustaría saber a mí –dijo Clarius-. Tuvieron que subirla antes de finalizar la techumbre de la torre, pues la campana no cabe por ningún otro sitio.
-          Espero que no suene mientras estemos aquí arriba.
-          Pues no estaría mal. Es una bonita experiencia –dijo Clarius.
-          Para los tímpanos.

En el suelo, había varios cojines apilados.

-          Con estos colchones estaremos más cómodos durante nuestro contacto con lo inefable –dijo Clarius.
-          En nuestro contacto con Dios –apuntó Gratius.
-          Cuestión de nombres –añadí yo.

Clarius cogió tres de los colchones y puso cada uno en un lado del campanario:

-          Pienso que lo mejor es que estemos separados para no contaminar nuestras experiencias, si os parece bien.

Clarius se sentó en el suelo, nos invitó a hacer lo mismo y comenzó su ritual. Saco de su mochila una cantimplora, tres vasos de plástico blanco, una especie de tetera pequeña y un infiernillo. Parsimoniosamente encendió el pequeño fuego, vertió agua en la tetera y esperó a que se calentara.

-          Bueno, bueno.  En cinco minutos estará el agua caliente.

Yo, mientras tanto, me asomé a una de las ventanas. Abajo, la gente pululaba de un lado a otro. Curiosamente, todo el mundo iba solo.

-          Hace un poco de frío aquí.
-          Si quieres, NH, puedes coger una manta del rincón –dijo Clarius.

Habíamos ayunado durante todo el día. Esta era una práctica habitual para potenciar los efectos de la droga, o disminuir los efectos perturbadores del alimento, pero sin descuidar nunca los niveles de azúcar en la sangre, es decir, no podía estar uno muriéndose de hambre. Previsoramente, el padre Gratius había subido unos suculentos manjares bien ricos en glucosa e hidratos de carbono para el final. Dentro de ocho o nueve horas tendríamos un hambre canina.

Tumbado en mi jergón contemplaba la campana. Estábamos a oscuras. Tan solo la tenue luz que desde la calle entraba iluminaba el campanario. La pupila en la oscuridad se abre al máximo y la escasa luz penetra hasta la retina.

Al rato de tomar la infusión, comencé a notar una ligera euforia.me transportó a un estado de pesadez. Me sentía incapaz de ejecutar un solo movimiento corporal, pero sabía que mi conciencia estaba contemplando su propia creación.

Podría decir que me quedé fijamente mirando a la campana y que me quedé como imaginando que mi cuerpo adquiría una extraña forma, flexible, acomodaticia, gelatinosa, incorpórea, y poco a poco se acercaba y se iba deformando hasta envolver a la campana por completo. Había rodeado a la campana. La campana estaba dentro de mí. Poco a poco me fui convirtiendo en campara. La había digerido.

-          ¡QUIEN SEA, HAZME SONAR! –grité.

Noté como se accionaba el mecanismo. La campana sonó (soné) de un solo golpe, muy fuerte, estruendoso. Mi cuerpo se estremeció por completo. Menos mal que las ventanas del campanario no tenían cristales. No habrían durado ni dos días. Yo era una enorme campana y observaba a las ondas que salían de mí. ¡Cielos! Ondas de colores, ondas que avanzaban en el aire, ondas que viajaban rápidamente por los campos, ríos, bosques; ondas que penetraban en las casas a través de las ventanas. Ondas de colores que entraban en los dormitorios y en los oídos de las personas. Unas ondas de colores que tras golpear el tímpano se tornaban en impulsos eléctricos coloreados que llegaban a las conciencias de los seres. Yo, me estaba convirtiendo en conciencia. Yo, sonido, llegaba a ser conciencia de todos. Yo, era, todos.

Yo, onda, también rebotaba en las paredes convirtiéndome en eco y hacía vibrar las hojas de los árboles. Yo era un arcoiris de ondas. Volaba como una pluma arrastrada por un huracán de ondas coloreadas.

De pronto, comencé a empequeñecer. Poco a poco comencé a hacerme pequeño y más pequeño, hasta que pude observar las esferas de colores que componían las ondas. Esos átomos primordiales que componían la materia eran iguales que yo.

Todas las cosas tenían vida y yo las oía respirar, moverse y vivir. Nada estaba muerto.

Pudo haber un momento en que la luz cegadora me atrajo tanto que me acerqué demasiado a ella que empezó a quemarme. Intenté no hacer caso al dolor, alargué el brazo para tocarla. Deseaba quemarme, sentirme combustible de la llama, sentir su plenitud, pero estaba demasiado lejos. Mi brazo comenzó a alargarse, como el chicle, como la masa que se alarga y cada vez se hace más fina. Poco a poco, mi brazo se acercaba a la luz, iba a conseguirlo. Lo iba a conseguir. Esta vez si, esta vez no la dejaría escapar. Pero se rompió. Mi brazo, largo como una manguera no pudo resistir y se partió. Un calambre recorrió mis nervios. Había quedado manco. Había pecado de soberbia, al intentar aprehender lo indefinido. No era el momento todavía. Al menos eso pensé.

Después de la película mental que me monté, escasamente creíble y con un verdadero esfuerzo imaginativo comencé a sentirme muy solo en aquel campanario, en una soledad poblada de pensamientos. Estaba rodeado de infinito y eternidad y nada de lo que había en este mundo me parecía real. Sentía como si el cielo me estuviera esperando. De repente, oí un murmullo como de mucha gente. Penosamente, conseguí incorporarme y con mucho esfuerzo alcancé la ventana del campanario. Pude distinguir como un grupo de personas estaba entrando por la puerta principal de la iglesia. La gente, al reconocerlos, los increpaba, pues hasta mis oídos llegaban los insultos. Al rato, tras ir en aumento las pisadas según subían las escaleras, fueron apareciendo. Llevado por una sabia intuición que al principio negaba, logré ir distinguiendo  muchos de los rostros que estaban subiendo. Subían al campanario, rodeaban la campana y a la altura de donde se encontraba el cura se subían a la ventana y se lanzaban al vacío. Pude reconocer a Schopenhauer quien lentamente y muy envejecido ni tan siquiera me miró. Buda y Lao-Tsé discutían acaloradamente en un lenguaje indescifrable para mí. Jesucristo, muy moreno, me miró y me guiñó un ojo. Nietzsche iba caminando ensimismado y cuando me miró pude comprobar que era bizco. Cervantes iba haciendo malabarismos con tres naranjas que iba pasando de una mano a otra. Hitler tenía los ojos vendados y era guiado por un perro lazarillo. Mahoma era el único que caminaba de espaldas. Simón, el estilita, caminaba sobre unos zancos. Diógenes, el cínico, muy elegantemente vestido, caminaba con orgullo. Epicuro, muy feo y enfermo andaba muy despacio y con muletas. Tuve suerte, pues cuando paso Sartre , se ve que le entró una arcada y estuvo a punto de vomitarme encima. Tenía muy mal aspecto. Camús, como si me conociera de toda la vida, me dio la mano. Platón, venía a hombros de un tipo muy feo al que reconocí como Sócrates. Kafka iba pintando un cuadro realista. Cuando pasó Dalí, apenas lo ví , pues se hizo invisible o se confundió con el fondo. Buñuel iba cantando la tabla de multiplicar en tono suplicante. Séneca iba cosiéndose un desgarro en una de las mangas de su camisa.

Si bien es cierto que pasó mucha más gente, solo pude distinguir a los que acabo de mencionar. Una vez que acabaron de transitar todos aquellos personajes, me dirigí de nuevo a la ventana. Tan solo había dos cuerpos tendidos en la calle. No se movían y la gente pasaba a su lado sin hacerles ningún caso.

Me sentía como una mosca en una tela de araña. Esperaba la presencia de la araña depredadora de un momento a otro de una manera muy impura. Desde mi conciencia de pequeño hombre sentía que era una mota insignificante. Había muerto en vida y me he dado de bruces con mi propia finitud.

Nunca olvidé mis ataduras con el mundo. Por eso volví al mundo incompleto, sucio, maloliente. Me dolía el cuerpo, sentía el malestar de vivir, de nuevo, garganta seca, dolor en los músculos, ansiedad, hambre, sueño, angustia, una terrible perplejidad, un vacío interior, mezclado con una ligera esperanza en no sé qué. Necesitaba un trago de ginebra, para despertar mi animalidad. Necesitaba que mi cuerpo creara sólidas creencias a mi mente. Mientras tanto, el presente no existe. Solo existía el recuerdo, por inmediato que parezca y por onírico que resulte.


Oscura divinidad inyectada
 en mi sangre por los ángeles,
todos los días de mi vida.
Me gustaría suplicarte,
aunque al final no lo haga,
desconfiando de ti,
un trago amargo y sabroso,
un poco más de nivel.
Con esa escasa porción
ni me matas ni me ayudas,
solo logras mi sustento
 para que siga varado
aquí, al filo del abismo.


Es raro pero
Los truenos son la risa
Del universo

Mario Benedetti



Me incorporo, hecho un vistazo a mi alrededor. Ingiero compulsivamente alguna de las viandas que Gratius había dejado previsoramente. Observo al cura y a su amigo místico. Están medio dormidos. No volveré a verlos.

Comienzo a bajar las escaleras. Llego abajo. Contemplo la oscura nave de la iglesia. Ahí están las velas ardiendo. Me acerco al altar. Con mis ojos cansados y mi mente resacosa, compruebo que en el altar no hay un Cristo. No. Nada de eso. En el altar, lo único que hay, claramente engalanado, claramente dispuesto para ser ensalzado es un… Jamón. Un gran jamón colgado, con su grasa goteando. Está entero. Lógicamente. Nadie ha profanado todavía al Gran Jamón.

No puedo evitar una pequeña sonrisa y un nudo en el estómago me retuerce. Me doy la vuelta y me encamino a la salida. Creo que esta sonrisa es la culminación de una perplejidad creada del vacío, de la nada.

Una vez en la calle, veo que está amaneciendo. Pero la luz del alba lucha duramente contra una gigantesca nube oscura que preludia tormenta. La brisa húmeda me acaricia la cara. Un aroma fresco entra en mis pulmones y me alivia.

La calle está vacía. Ni un alma. Para mi tranquilidad, hay un cajero automático a unos cien metros. Pienso que aunque hubiera mucha gente caminando, me daría lo mismo. Seguro que no tendrían alma.

Un rayo ilumina toda la calle. Por un instante puedo observar las calles vacías en plenitud. La estruendosa carcajada no tarda en oirse en toda la ciudad.


Suena  “Think it over” de Kool & the Gang
















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